Érase una vez un hombre que no tenía a nadie, excepto a su madre, vivía solo (Margarita desistió hace tiempo y se fue), evitaba tener amigos, no fuera que mirarán en su interior y desvelaran el misterio; iba poco a ver al doctor, éste, ante las pocas palabras de Arturo, se limitaba a preguntarle si se sentía bien y le prescribía su medicación; en cinco minutos, con un suspiro de alivio, ya estaba fuera; pasaba por la farmacia y para casa; si se cruzaba con algún vecino, un saludo somero y seguía en silencio hacia el ascensor.
Hacía tiempo que no visitaba a su madre, y esto le incomodaba, tenía ganas de verla; en esos días había comenzado a sentirse mal, no dormía mucho, estaba fumando dos paquetes de tabaco diarios y cuando tenía que hacer la compra, un sudor frío le recorría la espalda al acercarse a la caja.
Estaba entrando en una de esas fases que sabía no traían nada bueno; hacía mucho que ya no apuntaba sus síntomas, sabía de sobra lo que iba a ocurrir; si visitaba a su madre, ella le descubriría nada más entrar por la puerta; no podía exponerse a su sermón, a sus preguntas; le obligaría a pedir consulta de urgencia y tendría que escuchar sus habituales consejos.
Arturo pensó que nunca terminaría su novela; otra vez a tomar esa mierda que le quitaba toda la inspiración; que le sumía en una cama sin sueños, solo engordando y viendo pasar el tiempo.
Él se dirigió al teléfono, marcó el número de su madre y esperó, con angustia, que no percibiera su tono de voz, al decirle que otro día pasaría a verla, que ahora estaba muy ocupado.
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