Me he perfeccionado en el arte de matar moscas. Aunque tal vez sea el único que lo considere como un arte, porque no soy de los que dan manotazos a diestra y siniestra. Para matarlas he estudiado la mecánica de su vuelo, y he aprendido a aguzar los sentidos para calcular la intensidad y distancia de la palmada certera.
Por la constante práctica y perfección de mi capacidad no reconocida y mal comprendida de matador de moscas, jamás recurro a los insecticidas (cuyo hedor me envenena mucho más a mí que a los mismos insectos) ni a los matamoscas ni a los periódicos enrollados ni a cualquier otro objeto sustitutivo que se use para dicho fin.
Aunque no soy un ser especialmente caritativo ni dado a la compasión por el dolor ajeno, tampoco soy un ser malvado que goce con ese sufrimiento. Es cierto que casi siempre he sido un observador de palco, pero ha sido más por las exigencias de mi oficio que por el placer o desagrado que ciertos hechos puedan generar en mi naturaleza humana. Hago esta aclaración porque, si bien no puedo decir que “jamás he matado una mosca” (porque yo sí mato moscas, y las mato con gusto y sin remordimiento previo ni posterior), a las demás criaturas del universo no les deseo ni causo (por lo menos intencional ni directamente) mal alguno. Incluso trato de ser algo compasivo, siempre que recuerde el serlo: si al caminar por una vereda veo una hilera de laboriosas hormigas, procuro hacer mi paso un poco más largo, a fin de no perturbarlas ni dañarlas. Claro que, seguramente, infinidad de veces habré pisoteado y estrujado a inocentes insectos, pero ha sido porque algún distraimiento me ha hecho olvidar dónde pongo el pie o la mano.
Mi arte de matador de moscas se inició con una finalidad práctica: matarlas para que dejen de jorobarme la paciencia. La práctica constante y forzosa de esta actividad me ha llevado a perfeccionar mi palmada mortal, un golpe certero en el momento y lugar precisos. Tal vez algunos consideren que esto, que llamo “arte”, no deja de ser la cobarde manía del ser humano de aniquilar a otros seres vivos de balde. Yo, particularmente, mato moscas porque he aprendido a aborrecerlas, o más bien, porque ellas me han enseñado a aborrecerlas.
Su capacidad de irritarme ha llegado a límites inaguantables. Las más de las veces revolotean en torno mío como si supieran exactamente qué es lo que deben hacer para ser más fastidiosas. Lo peor en ellas es la capacidad de reproducirse, o de sustituirse, porque, apenas doy fin a una, no tarda en aparecer otra, para irritarme con las mismas viles mañas de vuelo, esparciendo a mi alrededor su susurrante zumbido zumbón.
Cuando una mosca me acecha, siento su sobrevuelo encima de mí; me sigue de una lado a otro, como si de mi cabeza brotara mierda. Los simples manotazos no la espantan. Hasta que no me queda más que poner en práctica mi arte de matador. Pero antes de eso, debo rastrearla, seguir sus movimientos, esperar a que se asiente en algún lugar, acercarme sigilosamente, para, finalmente, darle con rabia concentrada mi palmada mortal. Ya para entonces, cuando al fin he ejecutado mi venganza, me doy cuenta de que he perdido la concentración para el trabajo y un tiempo valioso que jamás podré recuperar.
Esos seres indeseables no respetan ni los momentos sagrados del almuerzo familiar. Por culpa de ellas me vuelvo irritable, porque no soporto que revoloteen entre la comida o que se entrometan en nuestras charlas de sobremesa. Y como, no bien veo a una, me apresto a darle fin con mi palmada certera, en la mesa familiar empiezan las confrontaciones entre los que me apoyan y que, al igual que yo, no soportan que ellas estén posando sus asquerosas patas en nuestra comida, y entre los que opinan que sería más desagradable presenciar el aplastamiento de una de ellas en plena degustación de los alimentos. Así, por una insignificante mosca, reviven viejas discordias que precipitan al abismo las relaciones familiares, siempre pendientes de delgados hilos de tolerancia.
Al contrario de otros insectos, menos repulsivos, las moscas son impertinentes y burlonas; ellas no huyen de nosotros. Si las espantamos, se quedan acechantes en las paredes, en los techos, allá donde saben que no podremos alcanzarlas, y vuelven otra vez a posarse en el mismo pedazo de pan que creímos haber salvado de sus asquerosas vomitonas, a meterse descaradamente en nuestros vasos de refresco para entremezclar sus fluidos con lo que después circulará por nuestro cuerpo. Entran y salen de nuestros hogares a su gusto porque para ellas toda puerta o ventana cerradas tienen sus resquicios. Copulan ante nuestros ojos, y lo mismo les valdría incubar sus huevos en el excremento de una mula que entre la carne putrefacta de un ser humano. Ellas van y vienen, de las inmundicias a los lirios, de la podredumbre a los sabores más exquisitos de una fina culinaria. Y a pesar de la luchas de todas las generaciones de seres humanos contra todas las generaciones de moscas, ellas se reproducen por millones en cada minuto. Saben que en nuestras manos está su exterminio, pero como si la obcecación por lo humano se transmitiera entre sus millares de generaciones, no dudan en posar sus descaradas patas en nuestra humanidad.
Es cierto que más de una vez me ha sorprendido la sagacidad con la que actúan, pero también me sorprende la insensatez de algunas ante el peligro. Aparecen en esta habitación como salidas de un portal invisible; ni en las habitaciones contiguas ni en el largo pasillo que nos separa de la puerta principal escucho el zumbido. Sólo entre estas cuatro paredes empiezan a revolotear y zumbar acompasada e incansablemente. Por supuesto que ninguna ha logrado salir de aquí con vida, porque cuando percibo el jodido sobrevuelo pongo en práctica mi arte de matador. De esta habitación de silencio de biblioteca, de ventanas cerradas y cortinas oscuras, no hay escapatoria, ellas ya debían saber eso; ese vil instinto de supervivencia ya debía haberles enseñado que en lugares como este sólo encontrarán la muerte.
…
Ha sido largo el vuelo. Aunque no siento que haya llegado a alguna parte. Es como si toda mi vida hubiera girado en círculos, porque estoy donde siempre estuve, o es que todas partes son la misma parte.
Lejanos me parecen ya los dulces tiempos de mi vida larvaria; era tan joven y tan frágil que apenas podía arrastrarme sobre mí misma, claro que entonces mi curiosidad por el mundo estaba muy por debajo de mi apetito voraz de infante. Ese delicioso y acogedor refugio de excreciones fue el mejor lugar que mi madre pudo haber escogido para que nos alimentáramos hasta la saciedad. Mi cuerpo de entonces se fue alimentando, fue creciendo hasta ser una masa cilíndrica y rechoncha que no iba a ninguna parte, porque no lo necesitaba.
Es curioso cómo el cuerpo se va acomodando a las expectativas que tenemos de la vida y del mundo. Cuando larva, mi ambición no exigía más que calor y comida, ese era mi fin, y mi cuerpo era perfecto para complacer mis exigencias. Pero cuando esas exigencias se transmutaron, cuando deseé conocer mundo y oler nuevos olores y saborear nuevos sabores, entonces tuve que (ironías de la vida) construirme una pequeña cárcel para liberarme de mí misma. Y me liberé, transformándome en esto que soy ahora…
¡Ah, cómo vuela el tiempo!
En este mi lapso de vida he recorrido desde el delicioso sabor nauseabundo de la carne putrefacta, hasta el pringoso dulzor de las tortas de cumpleaños. Y con todos esos sabores he sido feliz. Pero ya el vuelo me resulta cansador y tedioso. La deliciosa pestilencia de la mierda no me despierta ninguna emoción; es como si mi cuerpo se hubiera cansado de mí, y me obedece sólo por inercia, como si se tratara de una maquinaria vieja y corroída, pero de continuo movimiento. Los vuelos de largo aliento ya no los practico, y hasta he renunciado a los agotadores vuelos bajo el sol: me refugio en la sombra de los techos interiores más tiempo de lo que debería.
Me he cansado de esperar que mi cuerpo se transforme una vez más, que supere sus limitaciones, que pase al siguiente ciclo. Pero tal parece que ya no hay más ciclos, ya no hay más vida que esta. Ni siquiera una antesala que me haga esperar por un cielo o un infierno. Simplemente ya no hay nada más para mí.
Entonces, qué sentido tiene seguir esperando el fin; es mejor ir en su busca. Estoy recorriendo este pasillo por el que muchas antes que yo han transitado, tratando de escapar de un destino incierto y esquivo, para buscar una muerte pronta y certera.
Sigo volando de frente, sin vacilación, con esa misma seguridad con que un día, en mi vida larvaria, decidí que debía volar, y me construí un capullo sin más conocimiento que ese eco ancestral que me decía cómo debía hacerlo. Hoy el eco aquel me sigue hablando, me pide que me aleje, que no vaya por donde voy… Pero yo sigo adentrándome al fin.
…
En este momento ya escucho la presencia de una de ellas; va y viene, viene y va alrededor mío. Levanto la vista, pero aún no la veo: su vuelo siempre ha sido más rápido, y eso, creo yo, les da una injusta ventaja. Como siempre, al principio trataré de ignorarla, trataré de no perder la paciencia, pero sé que ella hará lo imposible por imponerme su enfermiza presencia. Volará y revoloteará de un lado a otro, por detrás y por delante, zumbando burlonamente.
Trato de espantarla. Hoy no estoy de humor para perseguir por el cuarto a una estúpida mosca. Deseo que se vaya, que me deje en paz.
…
Ha tratado de espantarme con un manotazo inofensivo en el aire, pero he vuelto a la carga. Ahora estoy frente a él, con estoica y cobarde terquedad, tratando de no mover un solo pelo del cuerpo. A ratos mis alas se agitan como un impulso reflejo, pero yo las aplaco. Estaré posada en este lugar hasta encontrar lo que he venido a buscar.
…
La tengo frente a mí, al alcance de la mano. Sé que si me muevo se espantará y se irá por un rato, pero volverá para fastidiarme. Siempre es así. ¡Maldita sea! Con lo inspirado que me siento esta mañana para el trabajo.
…
No sé qué es lo que espera, si estoy tan al alcance de su mano. ¿Acaso mi revoloteo no fue suficientemente fastidioso? Aguardaré un poco más. Si mi presencia no lo conmueve, estoy dispuesta a volar delante de sus ojos, a meterme entre sus fosas nasales, a zumbar en la caverna de su oreja.
Ya decidí que de esta no salgo viva.
…
¡Ya está!, ella se lo buscó. Si es tan tonta como para quedarse en una posición que es casi como entregarse a mi arte asesino en bandeja de plata, entonces merece morir.
Y que de una vez me deje en paz.
…
Creo que por fin será el fin. Está alzando los brazos en torno a mí, muy lentamente; seguramente teme que huya, pero aquí me quedaré. Veo la sombra de sus manos que me cercan; veo sus enormes manos y siento algo de miedo. Miedo al dolor, más que a la muerte. ¿Sentiré algo en el momento en que mi cuerpo se quiebre?
Toda mi vida pasa delante de mí. En estos minúsculos segundos recuerdo los olores que antes emocionaban mi instinto irracional, y siento un conocido estremecimiento en todo el cuerpo. Es mi instante de duda…
¿Y si…? ¿Será posible que aún me reste una metamorfosis por vivir?
Tal vez mi cuerpo cansado y desecho sólo está sufriendo una nueva transición hacia algo que me llevará por las nubes, las montañas, a ese infinito que parece tan irreal.
¡Sí, alas mías, desespérense! ¡Aprémienme en su vuelo, para salvarme pronto de este aire de catacumba! Que la muerte venga cuando tenga que venir, con su propio ritmo. Ya no pienso apresurarla.
¡Alas salvadoras, preserven a esta mosca maltrecha!, no dejen que esas manos asesinas me aplasten contra esta mesa.
¡Mientras doy mi salto de escape, ustedes agittttttt...
…
Como ya dije, matar a una mosca con una palmada limpia es todo un arte. Requiere una maniobra bien calculada. Es cierto que su vuelo es mucho más rápido que el movimiento de un hombre como yo. Por eso, el secreto está en dar la palmada unos centímetros más arriba de donde ella está, así el golpe la recibirá en el camino de huida.
¡Plaf! y listo.
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