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Si pudiera verme a mí mismo en este instante, no sé lo que sentiría; tal vez pena o vergüenza, o ambas cosas. Seguro que si mis amistades me vieran se echarían a llorar de la risa. Y no debe ser para menos. Yo, el audaz y astuto Porfirio Espinoza, el empresario que revolucionó el negocio de las construcciones en esta ciudad, con mis 65 años bien puestos, corriendo (si es que a esto se puede llamar correr) por esta calle de albañales, llevando a cuestas esta vieja bicicleta que acabo de robar.
Siempre me ha gustado la frase aquella de “nada es lo que parece”. A lo largo de mi vida, esta frase me ha servido para vencer los obstáculos y los miedos; gracias a ella me he lanzado a las empresas más arriesgadas en los negocios. Como “nada es lo que parece”, lo único que necesitamos es apartar ese velo de apariencia que toda persona o empresa tienen, y enseguida descubrimos que no son lo que parecían o lo que aparentaban.
Ahora más que nunca sé con certeza que nada es lo que parece, pero durante mucho tiempo, en mi niñez, me pareció que esta bicicleta era la más hermosa y perfecta del mundo. Y es que siempre la vi como en lo alto de un trono: colgada en las vigas del techo.
Para explicar por qué esta bicicleta estuvo colgada en lo alto del techo interior de una habitación, debo hablar de algunas manías de mi padre. Recuerdo que él siempre fue un hombre práctico con los quehaceres que a un hombre le corresponden en la casa; solucionaba cualquier desperfecto en un santiamén, o por lo menos lo intentaba. Aunque mamá siempre quedaba descontenta con esas soluciones, si bien muy prácticas, poco estéticas, según ella. Papá se paseaba por la casa con su pesada caja de herramientas, presto para parchar, colar, remachar, enganchar, atornillar… lo que hiciera falta. Así, las tuberías y conductos del agua sobrepasaban su vida útil porque papá los revestía con parches de goma aprisionados a los cilindros con alambres que daban exageradas vueltas; todas las puertas de la casa volvían a bailar con soltura en sus goznes porque no había nada que un buen pedazo de madera y unos cuantos clavos no pudieran solucionar; y bastaba unir unos alambres a otros para tener resistentes tendederos, aunque luego la ropa quedaba deshilachada por las puntas sobrantes de los alambres. En todos los rincones de la casa se podía seguir el rastro de ese hombre hacendoso y práctico que fue mi padre.
Pero donde más estaba el toque inconfundible de papá era en un pequeño cuarto de la casa, una especie de alacena, cuarto de herramientas y depósito de trastos. A pesar de su desconcierto, aquella pequeña habitación no estaba aislada de la casa, era un paso intermedio, aunque no el único, que conectaba a la sala comedor con el patio. Si queríamos hacer más corto el camino, debíamos pasar necesariamente por el pequeño cuarto.
Como todo en aquella casa, especialmente en esa habitación, debía ser funcional, ni las paredes ni el techo se salvaron de su múltiple utilidad. Las paredes laterales estaban acondicionadas para colgar de ellas todo lo que fuera colgable: dos escaleras de madera, una más grande que la otra, según se requiriera; innumerables ruedas de repuesto de carretillas y bicicletas; sartas de alambres de todos los grosores y para todos los fines; el esqueleto de un catre que mamá había heredado de sus abuelos, y se armaba cuando llegaba alguna visita de estadía prolongada. De las vigas del techo también colgaban algunos objetos que hoy no podría describir porque no los recuerdo muy bien, o porque toda mi atención se concentraba en una pequeña bicicleta roja sujeta con alambres a las vigas centrales.
Aquella bicicleta, que, como todo lo que se producía en esos tiempos, estaba hecha para durar, soportó las embestidas salvajes de muchos infantes de mi familia. Perteneció a mis hermanos mayores, y antes había sido parte de la infancia de mis primos, y mucho antes, quién sabe… Cuando cumplí el primer año de edad, la bicicleta fue a amontonarse entre los cachivaches de la alacena, a la espera de que yo tuviera la edad suficiente para merecerla. Fue en el lapso de esa espera que papá encontró para la bicicleta un lugar ideal, el techo interior de aquel pequeño cuarto. Y así la recuerdo desde siempre, suspendida en lo alto de su trono, tan cerca y a la vez tan lejos de mí.
En una ocasión, papá me descubrió mirando absorto la bicicleta, y cayó en la cuenta de que tenía la edad suficiente para merecerla. La bajó y la sacó al patio para repararla. Esa fue la única vez que la tuve al alcance de mis manos, y la pude tocar, sopesar y medir. Aun entonces, a pesar de sus años a cuestas, me pareció perfecta. Pero al día siguiente la bicicleta roja volvió a su trono del pequeño cuarto, porque otras preocupaciones le hicieron postergar la reparación para un día de tiempo libre. Mis padres siempre estuvieron orgullosos de que yo no fuera como esos niños caprichosos que consiguen lo que quieren a costa de berrinches; por mi templanza infantil fui un niño modelo, digno de imitar. Hoy me arrepiento de no haber lanzado estentóreos gritos de arrebato, de no haber dado pataletas salvajes mientras me revolcaba en el piso para exigir mis derechos de posesión sobre la bicicleta roja. Mis padres hubieran tenido verdaderas razones para estar orgullosos de mí.
Pasaron los años. A falta de berrinches, mi primera bicicleta fue una Caloi. Pasaron más años. Mis padres decidieron que, por el bien de sus hijos, y por un futuro más promisorio, la familia debía abandonar aquella pequeña localidad en la que habíamos vivido desde siempre. La casa, los muebles, mi infancia, la bicicleta roja en lo alto de su cetro, se quedaron olvidados en el pasado. Con el tiempo, papá vendió la casa y guardó los muebles y trastos donde mejor cupieron, la mayoría en la casa de los parientes. Jamás me atreví a preguntarle qué había hecho con la bicicleta roja, temía que si lo hacía quedaría al descubierto aquella obsesión infantil de la que nadie se percató.
Hace algunas semanas me enteré de que un primo lejano de papá estaba muy mal de salud. Aunque en otros tiempos no me hubiera sentido obligado a nada, dado el lejano parentesco, una nostalgia por mi padre y por el pasado me hizo ir a verlo. No bien entré en aquella vecindad de barrio, un griterío de niños de todos los tamaños parecía dar razón a mi teoría de que los pobres se especializan en la producción de más pobreza.
Mientras hablaba con el anciano, los niños peleaban, pataleaban y lloriqueaban en torno a lo que en un primer vistazo me pareció un armazón de fierros retorcidos al que se le había soldado dos ruedas, lo que le daba la consistencia de una bicicleta. La zarandeaban de un lado a otro, la tiraban, la empujaban, la dejaban caer y la volvían a enderezar.
Mi bicicleta roja, la que por años había reverenciado como si estuviera en un altar, estaba humillada y a merced de esa horda de pequeños salvajes. Aunque traté de ignorar aquel espectáculo y seguir en mi charla con el anciano, una pena infinita se apoderó de mí. Pena por la pequeña bicicleta destronada, pena por mi infancia frustrada, pena porque aquellos niños mal nutridos ignoraban que ellos tenían lo que yo tanto ansié, pena porque una vez más caía en la cuenta de que nada es lo que parece. Así, humillada y maltrecha, la bicicleta roja ya no me pareció tan especial.
Pero seguía siendo mi bicicleta, aunque apenas la hubiera tocado. Yo seguía esperando por ella y ella por mí. Fue cosa de segundos el dejar al anciano con la palabra en la boca, dirigirme hacia los niños, apartarlos a todos de mi camino, levantar la bicicleta roja en mis brazos, salir con ella y escapar corriendo por calles que no conocía.
Y sigo corriendo. Lo más probable es que nadie se haya tomado la molestia de seguirme; les habrá sorprendido tanto mi actitud que seguramente me tomarán por loco. No importa. Sé que luego tendré que volver a aquella casa a pedir disculpas al viejo y llevarles presentes a los niños (estoy pensando en regalarse bicicletas nuevas a todos). Pero mientras tanto, sigo corriendo, llevando conmigo mi adorada bicicleta roja, para devolverla a su trono.

Texto agregado el 05-11-2013, y leído por 112 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
05-11-2013 La imaginación humana es inagotable, y se le puede sacar mucho partido, como sucede con esta historia tan bien contada. simasima
 
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