Subí al altillo y sentí cómo mis lágrimas agolpadas, se hacían cada vez más pungitivas y cargantes. Mi dolencia anímica era inefable y sólo yo sabía lo que podría curarme o por lo menos adormecer la aflicción.

Te evoco ahora,
cuando más daño me haces,
cuando mi alma maltrecha se siente suicida
por transigir tu admisión,
por adorar más a tu vida
que a la mía.

Entré en el estado de reposo al que había perseguido desde el infausto suceso. Me embriagué con un toque sutil de buena música y nacientes letras. Mi cuerpo se ausentó, viajé por los más inesperados lugares, me elevé en el aire de mi memoria, mi infancia enardeció, vi mis lares de antaño... y vino el hogaño. Revolee por el cuarto mortuorio y tuve que padecer de los golpetazos repentinos y directos de la agonía.

Y huele a frío,
la penuria sosiega hipnotizante,
entume mis sentidos ya embotados, carcomidos
por las gélidas sábanas
por la incesante apetencia
del olvido.

El dolor atroz me consumió lentamente y me dejó tieso en la cama vacía. Y en el momento en el que frío se hacía más intenso, una luz arrolladora rompió los límites de lo divino y me golpeó, traspasó mi cuerpo paralizado, para hacerme entender lo único relevante y que hasta entonces no había comprendido.

Ya siento, entiendo el frío,
ahora quiero envolverme entre ese cuerpo,
entre la deidad absoluta que regresa,
pero que siempre estuvo,
que creí entelequia,
por descuido.

Supe entonces que había entrado en un estado de desidia que imposibilitaba la visión de la maravilla que acaecía. ¿Cómo era posible que considerara como cierta la ilusión de su ausencia? Habíamos vivido lo suficiente para dejar huellas indelebles... ¡ella y yo siempre estaríamos unidos!