Hoy he pasado por tu taller Zegarrita. ¿Sabes que ya taparon la zanja donde revisabas los silenciadores de mi carrito viejo y lo dejabas sin ese ruido infernal y siempre discutíamos por el precio? Tampoco están los calendarios con mujeres desnudas que copaban la pared. Siempre decías que Marilyn era la mejor ¿Recuerdas? Elegante, distinguida aunque no llevara un trapo sobre el cuerpo. Ahora es una tienda fría, anodina, sin ese calor que se sentía y vivía en tu taller. A veces lo veo a tu primo, el médico, del que siempre me hablabas orgulloso. ¿Cómo no te vas a acordar? Claro que eran distintos. Tus rasgos africanos saltaban a la vista aunque no tolerabas que te digan negro. ¡Hasta zambo te aguanto! decías apretando el puño con esa manaza con la que doblabas los fierros después de calentarlos. El tenía tu apellido, pero era el Dr. Zegarra y sus ojos claros, casi verdes, eran testigos evidentes de que algún europeo se cruzó en la familia, sin embargo los genes que nunca aprendieron a mentir delataba el parentesco. Tú eras Zegarrita, a secas, a pesar de tu metro noventa y tus 120 kilos te llamaban en diminutivo. Sería quizá porque alguien advirtió que dentro de esa masa corpulenta, con caminar de jefe de tribu, adivinaba el niño que tenías dentro, travieso, ocurrente, contador de los mejores chascarrillos. Me acuerdo de la casa rústica de madera que tenías, que se veía encima del taller rodeado de buganvilias donde al anochecer subías cansado por la escalera de caracol donde apenas alcanzaba tu voluminosa humanidad y arriba ya te esperaba alguna putita para relajarte y dormir a pierna suelta hasta el amanecer y despertar con los trinos de los jilgueros, gorriones y golondrinas apostadas en el cerco. Pero fueron tal vez por los perversos triglicéridos que inundaban tus arterias y la obstruyeron o el abuso del viagra que un día no despertaste. Tu primo diagnóstico infarto masivo. Menuda tarea dejaste amigo. Tuvieron que llamar a los bomberos para poder bajarte mientras los amigos ayudaban. Bueno, al fin te atendieron como te merecías. Hasta tu primo, tan sobrado él, sudó hasta el cansancio realizándote el infructuoso masaje cardiaco. Ya no sentirías ese velado y a veces explícito racismo que te acompañó desde la infancia, te trataron como un rey antes de partir, sentiste el calor y el cariño sincero en tus últimos momentos. Sería por eso, tal vez, que nos regalaste con esa última sonrisa complaciente y placentera…
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