El mensajero
De acuerdo al Libro de los Días, por nombre me correspondió Cuicacani. Su significado comprometía mi destino a ser cantor, futuro que no compartí. Aunque admitía una pálida inclinación por esa vocación, más bien sentía pasión por las poesías de Nezahualcoyotl, señor de Texcoco y el más grande pensador del mundo conocido.
Ese era el último viaje a la montaña de la estrella para obtener nieve de la cima, adiestramiento previo a mi educación que el imperio me había asignado. No iba solo, me acompañaba mi amiga, un águila real, a la que llamaba Echécatl, como el dios del viento.
Además de servir al imperio, mi sueño era ser Painani. Ah, sí… Correr y llevar mensajes e informes al Tlatoani, gobernante de los mexicas. Tenía condiciones, era recio, animoso, de pies ligeros, habilidades necesarias, mas, no suficientes para realizar tan noble oficio; necesitaba aprender costumbres de otros pueblos y el arte de la diplomacia. Gustoso aceptaba porque me gustaba conocer gente y quería recorrer los cuatro confines de la tierra.
Como ejercicio debía entregar la nieve a los tamemes que eran entrenados desde la infancia para transportar diariamente en relevos pescado fresco a Moctezuma, nuestro monarca.
Mi ascenso por la montaña era lento como para que mi corazón y respiración se acostumbraran a las alturas que debía alcanzar. Al llegar a la cúspide tomaba reposo, agitaba mi guaje, lo destapaba y la aromática espuma que se derramaba me devolvía el ánimo. Paladeaba con morosa delectación el xocolatl y mi cuerpo respondía vivificado incrementando su temperatura.
Para subir a la parte nevada, iniciaba el recorrido antes del alba. Cuando la luz bajaba a encontrarme, la cumbre ya era bañada por la claridad. Me gustaba la sensación de ser el primero en recibir el abrazo cálido de Tonatiuh, nuestro dios del sol. Sus radiaciones aliviaban en parte el frío que sentía cuando la niebla me rozaba al tener que cruzar el bosque brumoso y gélido.
Nadie más pisaba esas alturas, esa condición protegía de rapacerías a las herramientas que usaba. Pero hacía varios días venía intuyendo una presencia extraña que fragmentaba mi quietud, hasta ese día afortunadamente no había dado problemas, tal vez la contenía el eco que producía el agitar inusual de las alas de mi Echécatl.
En alerta, con la pala de madera removí la nieve superficial hasta asegurarme de extraer la más limpia. La envolví con la fina película de las pencas de maguey y la guardé en el morral de piel de venado. Sin perder más tiempo, inicié el descenso a paso veloz para coincidir con los corredores que transportaban los peces, pues los traían desde las costas hasta el lugar en que debía llegar con la nieve
No me di cuenta de quién se trataba aquella presencia hasta escuchar el oubear de un lobo. Me venía acechando. El bosque fue el escenario que astutamente había escogido para la celada. Su pelaje rojizo lo encubría entre los matorrales castaños, lo vi hasta el instante que salió ágil para cazarme, corrí despavorido, él acortó distancia rápido, su galope lo ubicó a un salto de mi cuello para asestar su letal mordida. Fue Echécatl la que me salvó al impactar al lobo cuando había brincado sobre mí. Mientras rodaban por el suelo, tuve tiempo de llegar hasta la cañada y asirme de una liana que usaba para cruzar el cañón, en pleno vuelo volteé para mirar a mi águila y la vi enfrascada en una pelea mortal.
Llegué a tiempo al encuentro de los tamemes. Para entonces a los peces les habían extraído las entrañas. El resto del viaje lo harían dentro de la nieve, debían llegar frescos y a tiempo para satisfacer el delicado apetito de Moctezuma.
Uno de ellos me saludó, me entregó un rollo de piel de venado con el sello imperial, allí me notificaban que era el momento de continuar con mi educación en Tenochtitlán. Mi alegría fue tan notoria que impulso a uno de los cargadores a proferir una bendición:
-¡Cuicacani! ¡Que Tonatiuh ilumine tus acciones!
Preparé mis precarias pertenencias para el viaje a Tenochtitlán con un desasosiego en mi espíritu. Dejé a mi madre acongojada y a mi águila sin saber cuál sería su suerte. Esperé a que cruzara una caravana con destino a la ciudad capital. La primera que pasó tenía un séquito que trasladaba a la hija del cacique del señorío del sur, quien había pagado gran cantidad de cacao para que el transporte fuera seguro y cómodo. Diez soldados fungían como guardias y ocho tamemes transportaban a la princesa en un suntuoso palanquín.
Para pagarme el viaje debía colaborar como cargador. Cualquier pago resultaba una bagatela comparado con el deseo de conocer la gran capital. Ahí fui en pos de ésta, emocionado hasta la médula.
Avanzábamos a paso lerdo, todo a nuestro alrededor era verde, el frondoso ramaje en ocasiones se erguía como frontera impenetrable, bajábamos cuestas, rampas y escabrosas pendientes. Algunos mostraron falta de experiencia porque más que bajar rodaban de tanto tropezón. La fatiga y unos asomos de curiosidad me hacían detener por instantes; éramos presas atractivas para asaltantes pese a tener una guardia preparada. Comprendí que la naturaleza era vida pero también muerte. El guía, que de ordinario era callado, me hizo señas para que avanzara, aún así me separé del grupo una vez más para obtener unos frutos, me adentré en el follaje y me encontré frente a un individuo, ambos nos asustamos. Los soldados lo apresaron de inmediato. Respondiendo a las preguntas indagatorias declaró ser el pintor Zeplotl que había sido contratado en la ciudad y se dirigía hacia allá. De haber merodeadores lo pensarían al ver semejante despliegue de eficacia de la guardia.
La verde vegetación quedó atrás y llegamos a una dilatada llanura: El Valle de Anahuac, murmuraron algunos soldados. Acampamos al amparo de las copas de una arboleda para tomar reposo y alimento. Había garantizado el viaje pero no tenía con que alimentarme, aunque previsor, consumí frutos en el trecho selvático.
Mientras se ocupaban en comer, me permití un momento de holganza que de pronto, para mi sorpresa y alegría, perturbó Echécatl. Había triunfado. Un tanto maltrecha, había perdido en la pelea algunas plumas doradas, me traía un trozo de carne, ¿sería de lobo?
Emprendimos la marcha hacia la zona lacustre. Frente a nosotros se desplegaban lagos que inundaban toda la parte baja del valle. Atrás habían quedado las grandes montañas cubiertas de nieve que refulgían ante los rayos del sol. La ciudad aún lejos, alcanzaba a vislumbrarse.
Llegamos a la zona anegada al oscurecer. No muy lejos se oía el choque de las olas contra las rocas. Guiados por el ruido, nos fuimos acercando a la orilla del lago. Las barcas se columpiaban sobre el oleaje, porque oleaje tenía el enorme lago. Al frenar nuestra marcha, todos lucíamos con la espalda encorvada de la fatiga y los labios resecos.
Nos acercamos a donde se apiñaban otras caravanas. Los puentes habían sido retirados para permitir el flujo natural del agua y por razones de estrategia militar. Debíamos acampar a los márgenes del lago y esperar al día siguiente para entrar a la ciudad.
Eran horas crepusculares, cuando el sol tiñe e inflama con tonos de incendio el contorno de las montañas, y las antorchas de las calzadas y palacios de la ciudad se encendían. También a nuestro alrededor las hogueras iluminaron pálidamente nuestro austero campamento. Se formaron corrillos circulando el fuego para platicar las aventuras del viaje recién concluido.
Desde el borde del lago admiraba la ciudad flotante, y de la luna, su trazo argento sobre la superficie del agua. A velocidad impresionante, la densa neblina abrazó el lugar. Regresé con los compañeros que a la distancia lucían difusos como lánguidos fantasmas. Busqué acomodo cerca de una tienda y… ¿a quién vi? A la hija del cacique. Una tela traslúcida velaba su casta desnudez, ayudaba al mismo oficio la copiosa mata de cabello negro esparcido por espalda y hombros, que en hebras azabaches bajaba hasta la cintura exigua. Quedé arrobado de tanta belleza, e inmerso en gozoso sueño.
Con la alborada desperté con la sensación de ser observado. Giré el rostro buscando la mirada curiosa, y ahí estaba ella… de benignos y amorosos ojos negros. Fina de facciones, menuda y turgente; hinchada de vida. Fácil de trato. Me deseó buena fortuna para el día y me dijo llamarse, Yoretzi “la que siempre será amada”. Luego preguntó mi nombre, al decirle que era cantor, por nobleza, supongo, dada su prosapia, me contó que su visita a Tenochtitlán era por razones académicas; estudiaría poesía y canto. Para sentirme a la altura, presumí con cierto aire de orgullo que me instruiría para ser mensajero.
Ante nuestros ojos los puentes fueron colocados para darnos paso. Una calzada perfectamente empedrada con roca volcánica era la entrada a la ciudad capital. Iniciamos nuestra marcha, el lago cobraba vida, y miles de piraguas silenciosas se desplazaban en armónico desorden.
Superamos las primeras casas, el agua chapoteaba lavando las paredes. Después divisamos palacios imperiales sostenidos con elegantes columnas, enriquecidos por estatuas primorosas con su profusión de ricos colores y cincelados adornos.
La caravana llegó al Calméca, escuela para nobles, que era su destino final, donde Yoretzi viviría internada. Ella asomó la cabeza por la ventanilla del palanquín para despedirse de mí, e hizo que le prometiera visitarla.
Con relativa facilidad me empapé del ritmo de la ciudad, de sus costumbres, de sus celebridades. Me avoqué religiosamente a bregar en mis tareas escolares. En momentos de ocio, corría a visitar a Yoretzi. En el trayecto detenía el paso un momento para observar al gran artista Zepotl que pintaba el templo mayor con gran maestría. Otro alto en mi carrera, que me detenía por el aroma y los colores, era la enorme floresta. Visitaba tan frecuentemente a la princesa, que tarde comprendí que me avine a sus gustos y que me adapté a su genio, por lo cual ella sonreía complacida.
Un día, sin meditarlo, cuando Echécatl me trajo una flor para la princesa, se me escapó una declaración impertinente:
—¡Yoretzi! ¡Mi alma se ha pegado a ti como goma al árbol!
—Eres muy bueno Cuicacani.
—No niña, bueno es el campo y el río.
Aún cuando era inexperto en lances amorosos, yo, descubrí un brillo especial en sus ojos; ella, abrigó mis manos con la seda de las suyas. Esa leve caricia talló nuestro cariño con sello más hondo.
A partir de ese día cifré mi orgullo en poseer su amor y nada más que su amor, sin mancha de concupiscencia. Me sentí halagado del mundo que me abría los brazos. Viví sin otro anhelo que estrujar el momento presente para que suelte todo su jugo de emociones gratas.
Pero aquella noche cuando, una sombra oscura devoraba la luna, los medrosos pobladores se refugiaban en sus chozas esperando consecuencias funestas, yo, que ya había aprendido en la escuela lo que era un eclipse lunar, no temí, corrí a buscarla. Sabiéndome protegido, osé obviar protocolos y escalé la pared para abordar su habitación. Lo que vi me paralizó, ya sea por el espectáculo de sus senos que orgullosos e hinchados de pasión se columpiaban, o por la inesperada y humillante escena de traición. El príncipe heredero se apareaba con mi amada.
Cuando sus trémulos músculos alcanzaron niveles convulsivos y sus jadeos fueron ahogados, un grito explosivo surgió de su garganta proclamando mi nombre. La reacción del adiestrado príncipe heredero, lastimado en su orgullo, fue aplicar un fiero golpe a la princesa dándole muerte, y vi que se desprendió de ella como si fuera un objeto.
Desaforado me abalancé sobre él. Yo furioso y él bravío, nuestros cuerpos se anudaron en mortal duelo. Él confiaba en su destreza, yo no le temía. Estaba tan enardecido que mi fuerza se había incrementado a niveles excesivos, tanto, que no me fue difícil enredarlo entre las mantas sangrantes y con prisa abandoné la casa.
La superstición del eclipse resultó infalible, esa noche la muerte arrebató la paz de mi alma. Corrí y corrí sintiendo el bienestar cariñoso del viento del aleteo de Echécatl, y de mi llanto que aunque consolaba, no aliviaba. El príncipe había dado muerte a Yoretzi, y junto con ella, a las adolescentes ilusiones.
Después de muchos años he vuelo a la montaña, en mi ascenso lento escojo la raíz saliente de un árbol para descansar y escribir. El dios del viento se ha llevado mi águila imperial, pero no estoy solo; el eco trae hasta mí el oubear de un lobo, deberé enfrentarlo, no cometeré el mismo error de aquella noche cuando: Tuve al príncipe heredero a mi merced para vengar a Yoretzi.
Hay quienes sienten remordimientos por haber matado. Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo… pues… porque no maté.
|