“La intensidad de sus gritos aumenta a medida que las llamas ascienden. Sus pies ya no existen y entre los leños calcinados se confunde con el fuego la mitad de su cuerpo. Los aullidos se mezclan con el humo que emana de su interior.

Cada condenado a muerte se comporta de un modo distinto pero todos tienen algo en común: el olor a carne quemada. Observo cada día en sus ojos el miedo incontrolable, el pánico, el terror, las venas aumentando en sus cuencas, sus manos desangrándose intentando librarse de la soga, incluso a veces llegan al hueso de tanto vano esfuerzo.

Hace un tiempo usábamos cuerdas fabricadas con material orgánico, pero se quemaban antes que el reo y éste podía entonces liberarse. Ahora, en su lugar, utilizamos ligaduras de acero con el único propósito de provocar el máximo sufrimiento. Me parece una atrocidad, el acero lo necesitamos para forjar espadas, no cuerdas.

Atamos al preso tan fuerte que la cuerda penetra en la piel y gotas de un rojo intenso emanan, otorgándole un aspecto mucho más… colorido. Esto divierte al pueblo.

Condenamos a todo aquel que practique la brujería y si es realmente un nigromante, su verdadero rostro se descubrirá antes de ser devorado por las llamas.

He preparado ciento ochenta y nueve piras y aún no he visto ningún rostro diabólico resurgir. Me obsesiona la idea de desvelar aquello que ocultan tras la máscara.

Cuando esto suceda… será la última hoguera.”

Sonó el teléfono y tuve que dejar de leer.