LA ÚLTIMA COMIDA.
Siempre ellos dos juntos. Nunca se sabe bien si el perro está con el hombre por la comida, o porque finalmente es su entrañable amigo como todos decimos. O por las dos cosas juntas en este caso, ya que de compartir el mismo techo no se trataba precisamente, porque ambos vivían en plena calle. Él como mendigo por decisión tomada vaya a saber uno desde cuándo y porqué, y el animal compartiendo sus penurias por esa misteriosa vinculación de la hablé recién. Entonces, eran como el uno para el otro, pero colaborando. Porque ya tengo que decir que este último, por su fino olfato, era el primero en descubrir la mejor basura comestible de aquellos contenedores, ahorrándole al hombre el ir revisando bolsa por bolsa en un vecindario que los terminó aceptando en esta tarea como parte del paisaje urbano en esos dos últimos años que corrían.
Siempre con esta gente conocida que los saluda afablemente, y transeúntes que se tropiezan con ellos y les tiran algunas palabras de fastidio y desagrado sin ninguna pregunta de interés. Y todo esto era sus mundos paralelos, bajo el escaso resguardo de la marquesina de un local comercial abandonado, sobre un colchón mugriento contra la entrada y algunos cartones para cubrirse del frío en invierno, y de la vergüenza ajena en toda estación del año que fuera. Pues así discurrían sus vidas, entre no pensar en nada que hacer y solo procurarse la comida diaria, claramente. Hasta que aquel fin de semana largo, donde los recolectores no pasaban, este suministro escaseó y hubo que elegir entre el más complicado de separar dentro de un tacho frente a un pequeño autoservicio cercano. Restos de todo tipo había, y así de variado fue el menú esa tarde al oscurecer, realmente una comida chatarra que para uno solo alcanzó… Y la noche con hambre sería, no obstante el día siguiente amaneció con la tibieza de los primeros rayos de sol filtrándose por los edificios más bajos, con el movimiento inicial de la gente dirigiéndose a sus empleos, y con ellos tirados todavía ahí. Y como siempre, el animal se despereza primero estirándose en todo su largo y bostezando espasmódicamente a espalda del hombre, cosa de dirigirse enseguida al servicio de su árbol elegido de antemano por su forma y comodidad. Pero hoy el hombre no. Ya el bar estaba por abrirse, y él que siempre era el único concurrente esperando impaciente permaneció acostado. Digamos tendido como había pasado gran parte de la noche, boca abajo, los brazos cruzados apretados contra el estómago, medio cuerpo fuera del colchón y con la vereda como almohada baja. La cara ya se le había aplastado contra el piso, y un hilo de sangre quedó coagulado vertical desde su boca al piso. El perro en su regreso se detuvo a algunos metros y lo observó inmóvil, expectante a cualquier movimiento. Luego de algunos segundos se le acercó y como si hubiera sacado ya una conclusión lo husmeó para cerciorarse. No se movía, y decididamente se le tiró a su lado ajustándose a ese pecho más frío que el tiempo, cabeza con cabeza como pensativo. Al rato olió su nariz que de aliento ya no le quedaba nada, y como si esta fuera una clara invitación a su última comida, lamió minuciosamente el charco de sangre servida desde sus entrañas hasta no dejar vestigio alguno sobre las baldosas... Y como quedando ya satisfecho apoyó lentamente la cabeza sobre su cuello, espantó con las orejas algunas moscas que venían a molestar y cerró los ojos igual que su dueño. Tal vez para quedarse tan dormido como él…
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