(Relato entretejido a partir de un sueño. Algunas frases no me pertenecen. El amanecer sí)



No fue sólo la vereda, la acequia y la calle que se sucedían una junta a otra, como siempre. Fue sobre todo la luz continua, sin sombras, grisada y fría del amanecer.
Apenas he entreabierto las cortinas y he quedado sorprendido. Aún hoy dudo si se trató de un sueño fijo, instantáneo, un cuadro abstracto de calle de barrio, vacío de movimiento.
No hay transeúntes, ni autos, ni ruidos matinales. No hay viento que altere la instantánea ni hojas que se arremolinen en el suelo de baldosas. Es la ausencia de colores y el predominio de tintes, es la materia difusa que apenas empieza a dibujarse desde las sombras. Es un tránsito al día, a las formas definidas y a los colores diferenciados.
Una acuarela monocroma de límites indefinidos en donde las fugas son el único orden de la composición.
Siento frío en la espalada y hago conciencia de la desnudez que visto en la mañana. Contengo la respiración como si me fuera vedada. Me miro a mi mismo teñido por la gris claridad exterior que le quita el color a mi piel.
Giro la cabeza mientras vuelvo a respirar y reviso la penumbra de la habitación y la cama deshecha. Todavía me pregunto qué busco a mis espaldas entre las cosas. Un susurro, un crujido, los primeros movimientos en la madrugada. Me debe haber parecido. Tal vez descubra qué ha sido, mucho tiempo después de ese instante congelado de gris.
Vuelvo a la calle con la mirada, mientras mi mano sostiene la cortina entreabierta que roza mi pierna desnuda. El crepúsculo persiste en retener las imágenes del exterior.
Vuelvo a la cama y me cubro con las cobijas buscando el calor que dejé y que el lado vacío no me devuelve.
He preferido dos cosas en esta madrugada. No esperar el amanecer y retener para siempre la escena de la calle y creer que alguien habrá alguna vez que me invitará a volver a la cama.