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Estoy mirando el partido del Barcelona versus el Real Madrid, curiosamente, el primero en vivo que pasan en formato de tres dimensiones (por favor, entienda que decir esto no es una manera de alardear que tengo suerte de poder apreciar esto hoy. Supongo… jaja). Espero este evento en todo el año deportivo porque es el único perfecto contraste con el otro partido que antes consideraba incomparable: Boca Juniors contra River Plate. Verán, personalmente considero que el fútbol tiene una parte técnica, en cuanto a la gracia, a la perfección del atleta, o en la posibilidad de hacer un movimiento físico que la persona regular no podría hacer, en el caso del derby español; y la otra, igualmente válida y por ende paralelamente equivalente, en cuanto a la pasión generada en el deseo de estar ahí abajo, de ser vistos a ese nivel. Se trata de la ambición de ser algo y que no pudo ser. Que llegaste poco o no saliste campeón demasiado, hasta el muchísimo más regular “me rompí”. Eso va generando que la persona vaya a la cancha para gritar y bailar, porque lo hace sentir parte. Le permite descargar, como le dicen, su frustración de la vida que es corriente en Sudamérica, no especialmente plagada de lujos. No me refiero a una mala vida, si no que cuando el deporte es una de las maneras más simples de ser alguien y salir adelante, es mucho más común que haya personas con el mismo deseo en la niñez que, naturalmente por mayor número de competidores, no pudieron cumplirlo. En cambio, en el viejo continente, la mayoría de la población está en un nivel de estabilidad económica y cultural, que les permite vivir con más tranquilidad y contemplar su futuro de una manera diferente. Entonces es más usual que su deseo de concurrir al estadio tenga que ver con la parte netamente vinculada al espectáculo. Como contrapartida, aquí quienes concurren a ver el partido, se convierten en lo que se llaman “las hinchadas”; que van y se dan todo por su equipo. Sólo algunas camisetas son lo tradicionalmente afortunadas de tener un buen respaldo anímico desde sus tribunas. Pero sólo una tiene la mayor cantidad de gente, y así el primer puesto en lo que refiere a la variedad humana que puede representar. A esto es consecuente, entonces, la manera en que esta gente puede apoyarlo energéticamente con su canto de Domingo. Tanto así que en conjunto se vuelven un jugador: el número 12. El que con su aliento hace al equipo empezar en todos los partidos con ventaja deportiva.
Nadie dice nada, obviamente ¿Qué hombre resistiría la humillación de protestarle a la ley que juzga la igualdad de competencia, de una aparente sobrenaturalidad de un grupo de gente que solo grita, salta y baila? Ninguno podría seguir llamándose hombre después de eso, claro está, pensando que son simples personas cuyo usualmente única arma es un “te vamos a matar”, un “pongan huevo” y el siempre presente recuerdo a las madres del rival. Sí, también sé y sabemos que tristemente en este país a veces esa amenaza jocosa se transforma en acción. Por lo que al hombre no le queda otra alternativa entonces, que esperar a que su hinchada tenga más grande actitud psicológica para con el otro equipo cuando el de la doce los enfrente. Y no, no creo que nadie quiera matar a otro o se lo desee intencionalmente. O al menos, el humano en mí se rehusa a creer en tal acto.
Ahora bien, el superclásico es así. Se transforma en un duelo de humanos que va a ayudar a este contigente de la misma camiseta a probarle al otro que su pasión es la más grande. De sumar al mejor duodécimo jugador en ese campo inconsciente, fuera de la realidad del verde cesped, la pelota y los botines. Y uno entonces se encuentra, en el fútbol, sumiso en dos formas de vivir un placer vinculado a un mismo deporte. Tan iguales. Tan diferentemente paralelas. Válidas exquisitas muestras que generan un parámetro; desde estos dos partidos se desatan las comparaciones. Ellos, a ninguna. Se es tan técnico como en el derby, o se es tan pasional como en el superclásico.

Texto agregado el 26-10-2013, y leído por 84 visitantes. (1 voto)


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