El Sótano Misterioso
Hay una fábrica de vasos de cristal ubicada en la esquina de un barrio elegante, a dos calles de la playa Hermosura, en donde he trabajado casi toda mi vida. Esta semana cumpliré los cuarenta y aún sigo trabajando en el mismo lugar, viviendo en el mismo barrio, vistiendo el mismo uniforme naranja con guardapolvo negro y caminando por la misma trocha de arena que sigue desde el paradero del bus hasta la puerta de entrada lateral de la fábrica que dice “solo para empleados”.
La rutina ha sido mi mejor aliada, la compañera de viaje que me ha seguido hasta en sueños. No tengo nada extraordinario que contar sobre mi vida de los primeros años, pero sí mucho que decir de lo acontecido en esta última semana. Todo lo tengo anclado en la retina de mi nervio óptico.
Constantino es el supervisor encargado de vigilar al milímetro mi trabajo que por fortuna siempre ha sido el mejor. Fué él quien me enseñó a perder el miedo de crear elegantes y relucientes copas de licor, con las miles de gotas de ese cristal recién salido del fuego. Miles de piezas han pasado por mis manos y ahora posan en las vitrinas de muchos hogares.
El transcurso de los años me permitió ver a mi jefe con respetuosa admiración. Gracias a su trato generoso –pero también exigente- logró que se ganara el corazón del personal, incluso de los dueños que no dudaron en darle amplia confianza para tomar decisiones en ausencia de ellos. Adonde quiera que iba, Constantino tenía su bondad reflejada en el rostro. Esa grata impresión lo diferenció de los demás jefes que vinieron muy entusiastas pero sólo fueron aves de paso que nunca dejaron huella en este lugar.
Constantino pronto cumplirá los cincuenta, tiene buen porte y nunca deja de usar una gorrita roja de terciopelo. La lleva puesta aun cuando el calor de los hornos resulte insoportable. Sus ojos inquietos se bizquean cuando tiene una montaña de material sobre la mesa del almacén antes de su empaque final.
Nadie podría ocultar un error en el acabado del material, porque siempre sería descubierto por los ojos achinados de Constantino. “Eso está mal, tiene que rehacerlo, Graciela”.
Cuando está contra el tiempo, sus nervios lo traicionan y empieza a retozar sus muñecas de un lado a otro hasta crujirlas como galletas secas gritando al aire “las órdenes deben de cumplirse, apúrense por el amor de Cristo, apúrense”.
Estando fuera del trabajo mi semblante se torna relajado. Cambia de color. Recuerdo no haber faltado a mi trabajo salvo la vez que acompañé a mi hermana Felipa a ver la casa que le interesaba comprar. Nuestra cita con la propietario estaba para las seis de la tarde. Llegamos con la puntualidad de un reloj solar.
-!Adelante! –nos dijo el dueño- con una mueca torcida como flecha.
- Esta es la sala, nos dijo, apuntando con el índice.
Un olor espantaso salió a nuestro encuentro.
Retrocedimos con premura tropezando con un macetero de plantas secas. No parecía sala, sino una guarderia infantil con juguetes regados por todo lado. El mal olor era de los restos de comida seca que adornaban los rincones de ese ambiente.
-Pasemos a los dormitorios. El jóven propietario, visiblemente arrugado y con ojeras profundas como lagunas, seguía mostrando su helada sonrisa.
Al entrar a la cocina una ola de humo con olor a un aceite quemado nos nubló la vision. El aire fresco de las ventanas lo disipó lentamente. Cuando todo estuvo claro alcancé a ver una silueta que raudamente corrió escaleras abajo, rumbo al sótano.
Su movimiento felino no me impidió mirar su prominente melena negra, volando al aire.
Me invadió la curiosidad por saber quién era la persona que se escondía de nosotras.
-¿Incomodamos? Le preguntamos a la mujer que daba de comer a sus cuatro niños.
-No, !que vá!. Sigan mirando la casa, no pasa nada.
La casa estaba muy bien ubicada, el precio no estaba mal, los ambientes eran justo los que mi hermana necesitaba. Lo único que faltaba era ver el sótano en donde su esposo guardaría las herramientas de carpintería.
- ¿Podemos verlo?
- Eso, eso, no va a poder ser. Está lleno de cosas y…además está sin luz. Otro día, otro día, se lo mostraré señora. Pasemos al jardín.
Atravezamos un camino angosto que bordeaba el interior de la casa, luego pasamos por una ventana pequeña escondida tras las ramas secas de una enredadera. El polvo impedia ver por dentro. Le pasé un pañuelo pegando luego mi cara para observar lo que había en su interior. Alcanzamos a ver las piezas desmanteladas de muchos autos como si estuviesen descuartizados.
El hombre de la melena larga estaba agachado, con las manos cubiertas de guantes, ordenando con gran habilidad la montaña de espejos, timones, llantas, ventanas, parabrisas y otras piezas grasientas de un Mercedes Benz.
-Se parece al doctor Frankestain, -pensé- operando con manos de filigrana el cuerpo de su cadáver.
Estos autos, alguna vez lucieron su belleza, ahora son piezas solitarias, que pronto se venderán a buen precio.
-Felipa…Felipa…¿qué te sucede?
Ella apenas respiraba, no podia articular palabra. Sus piernas flaquearon y su rostro pálido fué a dar al suelo. Calló como un adoquín sin que nadie lo advirtiera.
De un jalón la puse a caminar. La idea era que el dueño no se percatase de nuestra imprudencia y de la caída de Felipa.
Sin que todavia me repusiera yo también de lo que había visto en el sótano, apenas tuve fuerzas para caminar hasta el jardín. De nuevo quedé impresionada al ver diez carros modernos, apretados uno contra el otro, listos para la horca.
No tenía que indagar más. Las escenas hablaban por sí solas: los dueños de esa casa estaban dedicados a robar autos, a desmantelarlos y vender sus piezas a granel. Habrían acumulado una fortuna con este “negocio”. Cuántos habrían llorado con amargura al ver que su carro se hacía humo. Una tragedia convertida en la fortuna de esta gente, seguramente liderada por el hombre de la melena larga.
Muchas impresiones juntas para una sola tarde. Al día siguiente, volví a sambullirme en el mundo de los cristales. No pasaron dos horas cuando un hombre risueño y educado se dirigió a mí.
-Soy el policía Tacora. Mejor pasemos al hall y alli le expliré qué me trae aquí.
Alejados de los ruidos de los hornos, él dió la iniciativa.
-Su hermana nos ha relatado la experiencia de ayer.
Me tomó de sorpresa la decisión que tuvo Felipa en denunciar el incidente de los carros a la policía. Ahora me tendrían como testigo, perdería muchas horas en una investigación que no me importaba.
El trabajo crecía en visperas de navidad, seguramente Constantino me pediría que hiciera horas extras. De cualquier modo, él me daría permiso para ir a declarar. Nunca me lo había negado. Lo conocía y sabía que contaría con su apoyo incondicional, si llegara el caso.
Ya me había olvidado del incidente del sótano, pero el día en que justamente estaba abrumada con las deudas de mi casa, recibí la citación para declarar un día viernes por la mañana.
-Mira Constantino. Supongo que me darás permiso, no?. Aquí tienes la prueba…
Mientras leía el documento, su rostro se descumpuso.
-De ninguna manera, Graciela. Tenemos mucho trabajo acumulado. !Imposible!.
Me resultaba increíble escuchar su negativa rotunda a una orden que, de todos modos tenía que cumplir. Pocas veces lo había visto en ese estado. No lo pensé dos veces y aun contra su voluntad me presenté a declarar ante el Sargento Tacora.
-Diga si usted reconoce a este sujeto. Puso en la mesa la foto del hombre que yo idealicé como Frankestain.
-Lo reconozco solamente por el cabello. No recuerdo los detalles de su rostro porque todo sucedió muy rápido.
-Y su hermana, ¿como reaccionó?.
-Se quedó helada y de los nervios, resbaló.
-Gracias por su valiosa ayuda.
A la semana siguiente, cuando la faena se hizo más intensa, corrió la voz que la fábrica estaba recibiendo dinero a raudales, por la cantidad de pedidos que venían de todo lado. A raiz de esto cinco sujetos irrumpieron con metralladosras a la hora del almuerzo.
-Dejen sus bolsos, relojes, celulares, guantes, chalinas y gorros en esta caja, !qué esperan, no tengo paciencia o disparo!.
El ruido asesino de esos cuatro disparos al aire, me despertaron al mundo real.
Justo miré el instante en que a Constantino le quitaron violentamente el gorrito de terciopelo. Su espesa melena cayó sobre sus hombros con la fuerza natural de un ave recién salida de prisión. El hombre del sótano, el de la fotografía y Constantino eran la misma persona, con diferente rostro.
Nunca lo puse al descubierto. Fué el Teniente Tacora quien lo hizo luego de su persistente indagación.
-¿Sabe usted, Graciela, porqué su hermana denunció a este hombre? –me dijo el Teniente Tacora.
-Lo ignoro –le dije prestando poco interés.
-Sepa usted que ambos tuvieron un romance de cinco años. Su hermana enloquecía por su jefe, pero él se entusiasmó con una jóven compañera suya. Su hermana, en represalia, no lo pensó más y decidió denunciarlo. Era la única forma de aliviar el dolor acumulado de tantos años.
Constantino sigue en prisión.
Nadie lo visita
La única que lo hace es mi hermana Felipa.
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