La Revancha
El sonido acompasado de sus pasos por la vereda dejaba notar que iba a cumplir una misión.
El perro, tendido bajo el árbol nuevo para aprovechar la sombra de las escasas hojitas verde claro, la miró pasar. Levantó la cabeza y las orejas y constató que ese sonido rítmico que escuchaba desde hacía rato lo producían esos zapatos de plástico rosado, casi desteñidos por meses de caminar al sol, esos zapatos calados que cocinan los pies en su propio sudor. Eran pies de mujer unidos a unas piernas jóvenes y bronceadas que bajaban desde una falda con flores amarillas y cafés, también gastada y desteñida y que hablaba claramente del origen humilde de su dueña.
El perro la observó pasar, la olfateo de lejos, la siguió con la mirada y se convenció que no valía la pena seguirla, la mujer estaba muy apurada y no parecía tener ni tiempo ni ganas para hacer amigos y mucho menos para caricias en su lomo cansado, así que cruzó las patas, bajó las orejas y apoyando el hocico sobre sus patas cruzadas cerró los ojos y siguió soñando en sueños que solo sueñan los perros callejeros mientras escuchaba alejarse los zapatos rosados.
Eran las tres y media de la tarde y el partido del domingo estaba en su apogeo. El equipo local estaba empatando y los jugadores se mataban en la cancha para lograr el desempate. Si lo lograban, los puntos obtenidos subirían al equipo de categoría, ellos ya estarían en las “grandes ligas”, entrarían en campeonatos a nivel nacional. Los jugadores trataban de hacer su mejor esfuerzo. Cada uno esperanzado con ser descubierto, convertirse en “la estrella”, ser comprado por equipos internacionales y todo lo que ése éxito trae consigo. Los espectadores a su vez, completamente hipnotizados seguían las jugadas levantándose y sentándose con cada amenaza de gol, el estadio convertido en una enorme bestia rugiente con miles de gargantas.
En la casa, el padre, los dos hermanos de Emilce y su cuñada tomaban mate dulce con bizcochitos salados, mientras seguían atentamente las jugadas. Habían llenado unas cuantas boletas del pronóstico deportivo que prometía varios miles al que acertara todos los resultados de los partidos de ese fin de semana. Cuando su equipo favorito metió el primer gol, saltaron y se abrazaron de emoción, de la misma manera que odiaron y abuchearon el segundo gol hecho por el equipo contrario. -“Pero qué boludo ese arquero, ¿cómo no la vio?” – fue el cruel comentario. Sentados casi al borde del sofá, como si de esa manera se aseguraran de no perder ni un detalle, les molestó que Emilce pasara deslizándose hecha una sombra entre ellos y la pantalla, casi haciéndoles perder la amenaza de gol del equipo contrario. La llenaron de improperios –“¿A dónde mierda vas justo ahora? Te vas a perder el partido”’ le gritó el Fabio, su hermano menor. Diana, cebaba un mate tras otro casi de memoria para no desviar la vista de la pantalla. Le molesto que su cuñada le cortara la visión cuando pasó chancleteando sus zapatos de plástico rosa desteñido y arrastrando quien sabe qué. Pero ni preguntó. Se limitó a escuchar la lacónica respuesta de Emilce a la pregunta de Fabio: -“A lo del Pedro”
A las tres y media de la tarde, Pedro estaba recostado en su reposera, se había sacado las sandalias gastadas, tenía la camisa desabrochada igual que el cinturón y la bermuda de color beige grisáceo que llevaba puesta. Luchaba contra la modorra para no perderse la final de fútbol mientras tomaba un vino barato que había mezclado con refresco de naranja. Una mesa raquítica llena de migas, platos y vasos sucios delataban su incipiente soltería. Un ventilador pequeño, viejo y ruidoso, apoyado sobre un cajón de refrescos, dirigido hacia su pecho intentaba en vano aliviar el calor agobiante que gracias a lo bajo del techo de láminas, transformaba la pocilga en un pequeño horno.
Estaba cansado. Todavía no podía entender cómo Emilce se había enterado lo de la Tita. ¡Tremendo escándalo le había hecho! Escena de celos, pelea que llegó a los golpes, duró hasta altas horas de la noche y había terminado con la ruptura de los tres años de relación que tenían. Ella hizo un atado con alguna ropa y se fue de la choza llorando y maldiciéndolo.
-“Bueno- pensó él- el que se va sin que lo echen…”- y se acostó a dormir, no pensó más en los golpes que le dio a Emilce por meterse en su vida privada. Después de todo se los merecía, para eso él era hombre y ya se sabe que los hombres tienen sus necesidades. Además, no era la primera vez que le dejaba un ojo morado o le rompía la boca de un revés. No era su culpa si ella no aprendía cuál era su lugar. Al final siempre volvía, lo perdonaba y listo, así que solo era cuestión de esperar unos días a que se le pasara el berrinche. Mientras, igual tenía a la Tita.
El calor, el vino barato mezclado con esa bebida azucarada que se le subió a la cabeza y las pocas horas de sueño de la noche anterior, sumados a la voz monótona del relator del juego, lo fueron adormeciendo. Por más que luchó para mantenerse despierto, el sueño lo venció, Casi un instante antes de caer en el sopor, pensó –“Igual, después veo la repetición”- . La cabeza se le cayó hacia atrás, se le abrió la boca dejando salir un ronquido grueso entrecortado y se le aflojaron los brazos y las piernas.
Así lo encontró Emilce al entrar, casi inconsciente, dormido y borracho, desparramado en la reposera en medio de la única pieza de la casucha de madera, con la tele prendida a todo volumen y una bebida maloliente de color indefinido que ella adivinó definitivamente alcohólica. Por eso él no escuchó el golpe de la puerta al abrirse y cerrarse.
Ella estaba decidida a terminar con esa situación de una vez por todas. Ya le había aguantado demasiados golpes y palizas porque venía borracho, de mal humor. ¡¿Y ahora además mujeres?! Ya era demasiado. Así que tenía que tomar el toro por las astas y solucionar eso de una vez y para siempre.
Salió a la calle caliente, de alguna manera ya estaba más tranquila. Llevaba sus cosas en un atado, no eran muchas y no tenía sentido dejarlas si ya no iba a volver. De todos modos le dolía el alma. De veras lo había amado al Pedro. Tanto que hasta había empezado a creer que él tenía razón al pegarle; Si le había roto la boca fue porque ella le dijo cosas que no se le dicen a un hombre, había sido muy atrevida y se lo merecía. Igual que el ojo morado, que por suerte no se lo lastimó demasiado o hubiese podido perderlo. Hizo todo lo que pudo para que la gente no viera los cardenales de sus brazos, si preguntaban: ella era tan torpe que siempre se caía o se golpeaba, por eso los moretones.
El sonido de los zapatos rosados sobre la vereda se hizo más y más fuerte. El perro, la vio venir y cruzó la calle moviendo el rabo, como si la conociera. Pensó que a lo mejor ahora sí, ella podría fijarse en él. El sonido era diferente. Ya no tenía la determinación de un rato antes, ahora, casi arrastraba los pies, uno tras otro como si arrastrara su alma encadenada o le pesara la vida.
Se acercó a ella y la olió de nuevo, como hacen todos los perros, era su trabajo de perro después de todo. Aun cuando Emilce ni siquiera lo notó, él movió nuevamente su rabo queriendo hacerse amigo, al no haber acuse de recibo de parte de ella, decidió cambiar el rumbo y dejarla alejarse. En ese momento, en un gesto casi automático, como un reflejo involuntario, Emilce bajó la mano y sus dedos le acariciaron la cabeza justo entre las orejas. Un temblor le recorrió el cuerpo huesudo y el corazón le dio un brinco de alegría, ella lo había acariciado, ya no sería más un perro callejero.
Al chancleteo rosado, se sumó ahora el chasquido liviano de las cuatro patitas flacas.
Ahora, el sol rajaba la tierra, Emilce tenía que entrecerrar los ojos para poder ver. El aire caliente le quemaba al respirar. No había nadie en la calle. El relator de futbol gritaba desde todas las casas la misma jugada. Y el camino parecía mucho más largo. Casi no tenía fuerzas para mover las piernas y le pesaban las cosas que llevaba. Ese perro de nuevo ahí, se acercó a husmearla. ¿Acaso lo había rozado con sus dedos? No, claro que no, ya se cansaría de seguirla.
Abrió la puerta y entró arrastrando su bolsa de ropa. Su padre, su cuñada y sus dos hermanos estaban en la misma posición que cuando salió, tal vez un poco más al borde de sus asientos. Pasó una vez más frente a la tele. Otra vez los gritos y los insultos –“¿qué hacés?, ¡salí, ¿no ves que está por terminar? No jodas!” – Fue directo al cuarto y se encerró. Tenía demasiado en que pensar, aunque estaba segura que no se había equivocado.
Ya estaba anocheciendo cuando sintió las voces en el comedor que empezaban a subir de tono.
-¿Cómo que no se dieron cuenta?- preguntó una voz
- Estaba interesante el partido- contestó el padre en tono de disculpa
-¿Pero ni siquiera la vieron salir? preguntó la voz otra vez con signos de impaciencia
- Bueno, yo la vi, pero no me pareció nada raro- contestó el Fabio
Desde el cuarto al fondo del pasillo, se escucharon varios ladridos que se transformaron sin transición en un largo y agudo gemido lastimero.
-¿Y ese cuzco, como entró?- preguntó alguien
Abrieron la puerta del cuarto. El perro echado sobre la alfombra gastada y sucia, dejó de gemir y levantó la cabeza y paró sus orejas al verlos entrar. Se levantó despacio, escondió el rabo y salió despacio entre las piernas de la gente casi sin que lo vieran, y si lo vieron no les importó mucho. Todos miraban hacia arriba. Ante la súbita invasión, decidió salir y echarse afuera junto a la puerta, sobre el pasto que empezaba a humedecerse con el rocío del anochecer, a lo mejor todavía lo dejaban volver a entrar…
Encontraron a Emilce balanceándose, pendiendo de un cinturón que colgó de una de las vigas que servían para sostener el techo de láminas de la humilde vivienda. Solo la mesita de luz en el suelo y un perro vagabundo eran testigos de la desesperación de la muchacha que disfrutó muy poco su revancha. Todavía llevaba puesta su falda de flores amarillas y cafés cubierta de la sangre de Pedro.
En el piso, sus zapatitos de plástico ahora rojo oscuro, estaban junto al hacha y su atado de ropas.
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