24 de Junio de 1.962
Teníamos que preparar la fogata. Llevábamos varios años que en la barriada hacíamos la fogata de San Juan Bautista todos los 24 de Junio de cada año, tres días después que comenzara el invierno. Faltaban pocos días para ese 24 tan ansiado.
El frente de mi casa, que le alquilaban mis padres a Don Francisco, allá en la calle Centenario, en Rivadavia a pocas cuadras de la famosa esquina colorada, era el espacio que teníamos destinado para guardar las ramas secas para armar la fogata.
Su portón de entradas y sus alambradas alrededor, permitían ver detrás un amplio espacio, enmarcado por un ancho pasillo central hormigonado. Se destacaban algunas plantas ornamentales que por el tiempo que estábamos atravesando estaban algo secas. Al costado izquierdo del frente sobresalía la ventana del dormitorio de mis padres, y al costado derecho del pasillo, una amplia galería con techo levemente inclinado hacia el frente y un piso bicolor que mi madre siempre mantenía lustroso con el lampazo. La galería terminaba en una puerta de dos hojas que era el comedor familiar. Detrás de él, la cocina y a un costado del comedor la puerta hacia el dormitorio de nosotros los tres muchachos y nuestra hermana más pequeña. Desde la cocina y a través de una ventana, se divisaba el corredor lateral que iba al fondo. A la izquierda de la cocina, había una puerta que daba a otra galería y un baño, y detrás una despensa. Al costado opuesto había un lavadero y todo ese corredor estaba lleno de sarmientos con sus ramas enredadas en los alambres. Esa era mi casa. Esa era la casa de Don Francisco. Es allí, en la parte de adelante, en donde íbamos a depositar las ramas secas para la fogata del 24.
Esa tarde nos fuimos a la siesta toda la muchachada a buscar las ramas. Con prisa, ya que nuestros padres se ponían furiosos si no dormíamos siesta. Ellos opinaban que los chicos también tenían que dormir siesta, porque el diablo anda suelto a la tarde y que es beneficioso para la salud. No sé, pero nos juntamos en la puerta y nos fuimos para el este. Llegamos a la calle San Miguel y por las vías del tren, nos dirigimos hacia la fábrica Cinzano, no sin antes hacer maniobras con los controles manuales y cambiar el rumbo de las vías. Travesuras de las que más de una vez, nos arrepentiríamos.
Frente del lugar en donde la vías entraban a la fábrica, había una Difunta Correa. Pasamos de largo por allí y detrás de ese oratorio, estaba el campo lleno de arbustos secos. Las tirábamos entre dos y prácticamente se cortaban solas. Las amontonamos a un costado, y luego de haber juntado bastante, comenzamos a traerlas hacia nuestra casa.
Y allá veníamos, yo, JC, el Titi, el Roli chico y el Roli grande, el Omar y los otros muchachos, cada uno con su cargamento a cuestas. Y las depositamos en el frente de nuestra casa.
Mientras hacíamos esto, logré subirme al árbol en el frente de la casa de Don Martínez, un poco más hacia la calle del medio, y quise cortar una gran rama que sirviera de soporte para el fogón. En eso estaba cuando Don Martínez desde abajo me gritaba que deje de cortar esa rama en un árbol de su propiedad. Ya casi faltaba poco para cortarla, y tuve que bajarme. Y Don Martínez completó el corte y se llevó su rama.
El habernos quedado sin rama no fue motivo para que no armásemos la fogata.
La tarde ya finalizaba, y con ramas de menor tamaño, armamos el esqueleto de la fogata. Tiramos encima todas las ramas secas que trajimos y también colgamos algunas ruedas viejas de autos, unas bolsitas con sal, también colgábamos algunos trapos multicolores sacados a nuestras madres en un descuido de ellas un rato antes, entremezclados con jarillas y otros arbustos secos.
La luna se asomó en el cielo límpido y estrellado, y era la que nos iluminaba ya que la calle que no tenía luz en aquella época, porque sólo había luz en las esquinas y en las casas.
Se acercaban algunos vecinos. Doña Obdulia con Don Esteban con todos sus hijos, que eran nuestros vecino de al lado; Don Francisco con su familia, Doña Dominga con su esposo y sus hijos, también doña Carmelita con sus hijos, los Areche, los Roli con su hermana Perla y sus padres, don Antonio y doña Ester; los Rojas, el Alberto y el Omar, los Deusedas. Los de enfrente, los Páez, los de más allá, los de más acá, estaban todos. Don Rocier Soria y Doña Isolina con sus cuatro hijos. Se puede decir que había más gente que las que vivían en la cuadra de la calle Centenario, entre las vías y la calle del medio. De repente éramos más de ochenta personas.
Estábamos nerviosos por encender la fogata; nos mirábamos para ver quién era el que la encendería. Me alcanzaron un fósforo y la encendí.
Comenzó la fiesta de la fogata de San Juan. Nosotros gritábamos Viva San Juan Bautista, y la gente respondía Viva. Y así nuevamente. Los hacedores de la fogata corríamos alrededor de ella gritando y saltando. Se sentía el chirriar de la sal gruesa, y se percibían los olores de la quema de los neumáticos, también el frenético ruido de las ramas secas quemándose al ritmo de nuestros pasos y los aplausos del gentío. Los vecinos ofrecían licores y galletas para calmar el intenso frío de la noche, otros convidaban maníes, café y tortitas calientes. Todo se comía, y puedo asegurar que no quedaba nada. Parece que alguno de nosotros no estaba.
Y la gente tiraba papeles al fuego. Decían que eran los pedidos de cosas feas que cada uno tenía y que al tirarlas al fuego, San Juan Bautista le daba la absolución. Otros tiraban papeles con un deseo firme de algo bueno para sí o para un ser querido. En el medio del fuego que a esa hora era de un rojo muy intenso y sus llamas amarillentas, los papelitos blancos de los pedidos se parecían más a las palomas que nos traerían la paz al barrio. O eso creo.
Hicimos muchas corridas alrededor de la fogata, ya casi estábamos exhaustos.
Nos acercábamos a nuestros padres para tomar algún líquido o comer maníes o queso. No nos dimos cuenta que había alguien, uno de los del grupo, que no aparecía por ningún lugar. Sentíamos unos gritos pero pensábamos que era el griterío de la gente y no nos habíamos dado cuenta que uno de los muchachos se había caído a la fogata. Hicimos todos los intentos por sacarlo con urgencia, pero las llamas y las brazas eran de tal intensidad que correríamos nosotros, los rescatadores, la misma suerte que nuestro amigo Roli chico.
Y los padres dejaron todos los cantos y los aplausos y lo que tenían en sus manos para ayudarnos con el accidentado, pero no dábamos abasto.
Juro que fue la primar vez, a mis diez años, o quizás lo más fuerte en mi vida, que estuve frente a la muerte. Y la muerte se presentó. Las brazas se quemaban con más calma, parece una ironía, mientras el cuerpo de nuestro compañerito ya rescatado yacía sin vida, a los pies de sus padres y de todo el gentío. Ya no eran los gritos de viva San Juan Bautista, viva San Juan Bautista. Todo se terminó, y nuestra infancia también.
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