Artemisa era la diosa griega de la cacería. Altiva, poderosa y hábil en el manejo de las armas, se distinguía porque, además, su padre Zeus le concedió un don muy particular: la virginidad perpetua. Ella, aparte de todo, siempre desdeñó la compañía masculina, prefiriendo pasar la mayor parte de su tiempo llevando a cabo diversas tareas en soledad. Por si eso no fuera suficiente, todo aquél insolente que osara siquiera insinuársele, se haría acreedor a severos castigos, para que todos supieran que nadie, absolutamente nadie debía meterse con ella. Sin embargo, un día ésta conoció al mortal Orión, el mejor cazador que haya pisado el mundo. Dada su gran destreza, fuerza, gallardía y belleza, Artemisa no pudo evitar proponerle que se dedicaran a cazar juntos, a lo que él aceptó. Ambos conformaron un gran equipo y la deidad, al ver las virtudes de su compañero, quedo irremediablemente prendada de él.
Durante las tardes de verano, poco después del mediodía, los cazadores salían a realizar sus actividades habituales en busca de bestias salvajes y nuevas aventuras. La gran mayoría de las veces, llegaban a darle muerte a centenares de especímenes y causaban gran admiración ante los poquísimos afortunados que llegaron a verlos pasar de regreso de sus jornadas gloriosas. En una ocasión, empero, no encontraron ningún animal en los bosques que valiera la pena darle caza, lo que los llenó de frustración:
-¡Por tu padre, Artemisa!-vociferó molesto Orión, en clara referencia al progenitor de su acompañante-¡No sé qué habremos hecho para molestarlo, ya que sólo así me explico que no nos dé más que ratones, pajaritos y otros animales aún más diminutos!
-Tal vez la que no está a nuestro favor es Tique- comentó Artemisa refiriéndose a la diosa de la suerte- Ella es la que determina la fortuna de todos y, como tiene los ojos vendados y el carácter voluble, quizás sólo esté de mal humor por hoy con nosotros.
-Sea lo que sea, ¡deseo tanto encontrarme con algo bueno a lo que pueda dispararle con mi arco!-farfulló nuevamente el cazador con los ánimos encendidos.
Transcurrieron unos minutos. Orión y Artemisa estaban juntos, lado al lado y en silencio, atentos a cualquier movimiento y ruido, aunque lo único que percibían era el ritmo de sus respiraciones y latidos, repitiéndose con sincronización. Fue entonces que la diosa se puso a pensar un poco más detenidamente en ese hombre que tenía a tan poco espacio de distancia de sí. Nunca había amado con tanto brío a alguien y de ese modo como a él, a aquél hombre tan apasionante y enloquecedor; que aunque fuera un mortal daba la apariencia de ser un dios encarnado…un muy seductor dios encarnado por el que cualquiera daría la vida o la inmortalidad por estar entre sus brazos. Desde hacía tanto que ella quería expresarle lo que sentía, hacer lo que en otro tiempo le hubiera parecido inconcebible, estúpido o absurdo… y esa era la oportunidad perfecta y la tenía que aprovechar. La diosa se acercó intempestivamente al rostro de su acompañante y lo beso con toda su pasión. Él se sorprendió, ya que le pareció impensable que aquella deidad reconocida por ser especialmente misántropa le diera tan explícita muestra de afecto. Pero pronto el deseo afloró en el cuerpo de ambos y se dejaron llevar por éste.
Los dos nuevos amantes se dejaron caer en una alfombra de verde pasto para amarse mejor. Orión también se hallaba sumamente perplejo, pues aunque ya había conocido los placeres de la carne en compañía de varias bellas y fogosas damas de los más diversos puntos del mundo, estar con Artemisa representaba un gozo que superaba a todos los gozos, minimizándolos por completo. Ella, por su parte, no podía más, prácticamente se deshacía ante tales caricias; estaba experimentando más placer que el que cualquiera podía concebir, fuera mortal o inmortal, …pero aún así no era suficiente. Quería todavía más de eso y sólo lo obtuvo cuando Orión, delirando también por la pasión y con todo el poder de su enorme masculinidad, entró dentro de ella. Fue entonces que gimió extasiada, y también lo oyó gemir a él y, en unos instantes, ambos alcanzaron juntos el máximo placer en medio de una sensación de gran plenitud.
Las palabras de un forastero hicieron situarse a Artemisa de vuelta a la realidad. Ella y Orión seguían ahí, pero aún llevaban puestas sus ropas y él seguía quejándose airadamente por la falta de buenas presas. Fue entonces que la deidad se percató que aquella experiencia que había vivido con su compañero no había sido más que un espejismo, una fantasía, una jugarreta de su imaginación… y sintió pena por ello, ya que había sido algo tan hermoso y gratificante, inolvidable y sublime, algo por lo que hubiera dado cualquier cosa por que hubiera sido verdad. Quiso llorar, lamentarse, maldecir…pero luego comprendió que nada haría que lo acontecido se hiciera verdad.
-¿Pasa algo?-preguntó extrañado el formidable mancebo al percatarse de la creciente perturbación emocional de su compañera.
-No, no ocurre nada- contestó la deidad conteniendo a duras penas las lágrimas que deseaban brotar de sus ojos y aparentando una muy artificial tranquilidad en la voz y el semblante. A pesar de que quien llevó a cabo la pregunta sospechó que le estaban mintiendo, decidió no ahondar más en el asunto y permaneció callado, aunque con la duda en la cabeza.
Así las cosas, Orión sería el único hombre en la vida de Artemisa, el único hombre que ella realmente amó y con el que estuvo dispuesta a perder uno de sus atributos más distintivos. El tiempo pasaría, ambos se dijeron adiós y nunca volverían a verse, dado que la diosa continuaría siendo virgen por toda la eternidad y el magnífico cazador habría de perecer mientras era perseguido por el terrible Escorpión.
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