Con la terca soledad que en aquella época me acompañaba, me fui a distraer al cine. Era temprano, la sala aún estaba con pocos espectadores, por tanto en las butacas anchas de terciopelo rojo los cinéfilos desaparecían. Como siempre elegí la mitad de la fila. Me senté. A cinco espacios a mi derecha, una sensación de mirada silenciosa me llamaba. Era Ruperto, un compañero sordo mudo que había navegado conmigo en los tiempos de aventuras y desasosiegos.
Ruperto hacia señales con la mano y sus labios dibujaba silabas, que eran acompañadas de sonidos guturales, quería contarme todo lo vivido en los años de no habernos visto. Yo trataba de entenderlo como antes, le dije si con la cabeza seguido de mi mano tocándole el hombro indicándole que la película ya iba a comenzar.
El “Vasile Kisilev” era un barco de pesca ruso, en donde una pequeña dotación de peruanos compartíamos faenas con los pares extranjeros. Acogidos por nuestra nacionalidad y el idioma nos hicimos como una familia, que con el transcurso de los meses y las millas recorridas nos conocimos muchos más amigos. De haber podido tener un barco para nosotros, nuestra tripulación hubiese sido fantástica. Estaban Rumiche el que escribía todos sus sueños en una libreta que estaba colgada junto a su litera, Malambo que huía de la justicia y de los ardores de sus hemorroides, Walter el de las diez mil mujeres que había conquistado, Silopu que fue mandado por su familia, para que volviera hecho un hombre, cosa que no logro; el negro pacheco, que perdió la razón por el encierro, Jorge “café con leche” que lloraba por sus hijas y por el desatino de la naturaleza de haberle pintado una ceja blanca y la otra negra, el sordo mudo Ruperto que hablaba con todo el mundo incluso con los extramarinos, que lo entendían perfectamente, sin darse cuenta de su tara y, yo que no pude huir de la tradición familiar.
El barco era una factoría flotante, que contaba con todas las comodidades del momento, teníamos un comedor enorme, una biblioteca, una sala de juegos, una tienda en la que podíamos comprar lo que se nos antojara, incluso había un sauna, por lo que arribar a un puerto cada cierto tiempo no era una opción, sino hasta que se cumpliera la travesía de pesca, que bordeaba de cuatro a seis meses en altamar, viendo las mismas olas y las mismas caras todos los días.
El mar era maravilloso, entender cada noche con el esplendor de la luna llena reflejando el océano calmo, y sobrecogerse por su nombre: Pacifico, te llenaba de una paz interior, que solo era interrumpida por la rutina, y a veces por el aburrimiento de no encontrar pesca por varios días. Para no pensar que estábamos encerrados en esta fabrica flotante, cada viernes nos alistábamos con nuestras mejores ropas, y si teníamos algún aguardiente, nos encontrábamos en algún camarote designado, y contábamos acedotas y añoranza de la familia, la casa, el barrio, las enamoradas, soltábamos algunas lagrimas, reíamos, bailábamos imaginado mujeres y después, como en cualquier reunión de amigos, nos íbamos, a nuestras literas, con la sensación de haber ido a algún lugar remoto solo a disfrutar.
Cuando la pesca abundaba, no había tiempo ni siquiera para los saludos, nos encontrábamos por turno en la puerta de la factoría, ellos salían cansados de su faena y nosotros entrábamos con la sensación que nos esperaba una ardua jornada. Nuestros cuerpos parecían momias movidas por el aviven de la rutina, que cambiaba de animo después de una ducha y una comida, e inmediatamente nos metíamos a las literas, a dormir un poco a rogar que el chinchorro llegara con menos pesca para aliviar el cansancio del cuerpo.
En la proa del barco se podía correr alrededor y hacer un poco de ejercicio. En un espacio cómodo se había puesto una bolsa de arena, para que aquel que quisiera distenderse pudiera dar golpes hasta hartarse, y así lo hacíamos, el más entusiasta era Ruperto, que siempre estaba ahí entrenando, y nosotros sin otra cosa más que hacer, lo alentábamos. En uno de esos tantos días de fajina, conseguimos unos guantes, y nos turnábamos para hacer sparring del mudo, siempre con precaución porque tenía una gran fuerza en sus golpes.
Se corrió el rumor que los peruanos entrenaban en el gimnasio de los rusos, así como siempre había un patan, que era el supervisor del grupo dos y ya lo conocíamos que era antipático, por su seriedad, su severidad, y hasta se podía asegurar por su racismo. Se nos acerco un día, he imantando a Ruperto se puso a hacer sombra con el saco, tratando de impresionarnos. Nos hicimos a un lado, hasta que a Malambo se le ocurrió la vil idea de hacer un desafío al ruso. El supervisor entendió de inmediato lo que se le decía, trato de ningunear la proposición, creyendo no encontrar oponente a su nivel. Nos reímos de su cobardía, y él miro alrededor, y los rusos lo miraron sin decir nada, incluso miro hacia el puente de donde el capitán y los oficiales, lo alentaban con un gesto. Así que no pudo rehusarse a la pelea pactada.
Ruperto se puso los guantes, yo le hacia masajes en la espalda, lo alentábamos, algunos rusos simpatizantes, se pusieron en nuestra esquina. No había reglas solo un par de minutos por entretenimiento. Para nosotros era la “guerra”. El mudo se acerco con pasos cortos, despacio con los guantes cubriéndole su rostro. El ruso, se Moria con comodidad, golpeaba despacio, sabia que era solo diversión. Daba vueltas en medio del peruano mientras soltaba golpes que cada vez parecían más fuertes. Víctor Dargov se reía mientras jugaba con nuestro compañero. Golpe tras golpe parecía demoler el imaginario combate. Dale, dale, decíamos y hacíamos gestos de lanzar también nosotros golpes. Él seguía avanzando con el rostro un poco rojo, mientras el ruso se le escapaba.
Víctor Dargov quiso mirar a la rusa tecnóloga, que se reía con él, y fue lo último que hizo, Ruperto no lo tomo con entretenimiento, después de varios golpes, se le endureció el puño. Con un movimiento de arriba hacia abajo, y con una potencia inaudita, su mano se lanzo -creo yo- en cámara lenta, todos vimos el golpe de antemano, menos Víctor que cayo con una sonrisa. Todos saltamos gritando, como una victoria de un cinturón mundial. Quisimos alzar a Ruperto, pero era muy pesado. Solo gritamos vivas, mientras el ruso era llevado al tópico para que lo viera la doctora de abordo.
Entre otras aventuras, así se paso el tiempo hasta llegar a puerto. Rumiche se convirtió en el guro de los sueños, cada sensación onírica él la interpretaba, incluso reservaba una noche para soñar tu sueño. No sé si Malambo se curo de la hemorroides, solo vimos que en el puerto una delegación policial lo esperaba. Walter embarazo a una tecnologa peruana embarcada con nosotros, y tomaron el barco como el crucero del amor. Silopu no regreso siendo un hombre como esperaba su familia. Nos enteramos que al negro Pacheco, lo desembarcaron debido a su empeoramiento mental, incluso antes de llegar a puerto, él se lanzo al mar creyendo llegar más rápido que sus ansias. Jorge “café con leche” también pidió su desembarco por extrañar demasiado a sus hijas, con las cuales no vivía por haberse separado de su mujer, como nos enteramos después. Y yo, que huí de la tradición familiar de ser pescador como mi abuelo, mi padre, mi tío, mi hermano mayor, y me convertí -con la ayuda de mi madre- en un profesional.
Cuando me di cuenta que Ruperto estaba a mi costado, caí en cuenta que estuvo en silencio todo el tiempo, como si no entendiera la película. Él siempre iba al cine con la avidez de un niño dentro de una tienda de juguetes, porque leía los subtítulos y ésta para su desdicha era en castellano. Solo lo sentí reír cuando el actor hizo un gesto obsceno con ambos dedos y, recordé su sonrisa triunfal aquella vez en alta mar.
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