Por la hora que era, el sol debería estar brillando, tal vez bajando por el horizonte, pero debería verse. Lo que lo impedía, era la oscuridad total e indisoluble del ambiente.
De repente, desde el norte llegó un viento raro; ni muy fuerte, para ser un tornado ni tan suave como para que pareciera ser una de las brisas típicas a estas alturas del año, traía consigo olores raros, perturbadores. Olores de ruinas y de sufrimiento un poco imperceptibles para todo aquél que no conociera la fuerza y la historia del viento.
El aire era denso, tangible, no se podía respirar, inhalar era bastante dificultoso.
En el campo, los trigales se movían frenéticos, electrizados por la ventisca, el molino que todos los días subía el agua necesaria para la casa y los animales, giraba con frenesí sobre sus goznes. El ruido de las herrajes de su base hacía temblar la tierra que le daba soporte.
El granero crujía, le faltaba pintura desde hacía tiempo, y las maderas estaban resecas por el aire seco del verano que acababa de irse. Los animales en su interior resoplaban inquietos, con los ojos desorbitados por el temor a no ver nada, por el temor a ver algo.
Por las ventanas de la vieja casa de madera se adentraba el olor a tierras lejanas violadas por el agua. Este era penetrante y aunque se cerraban todas las ventanas con celeridad el olor ya estaba impregnado en todas y cada una de las cosas que habitaban en el interior. La oscuridad se hizo tangible, tanto como el olor y como el viento. Ya tenían personalidad propia, se les podía sentir como arrastrándose, adueñándose de todo; el campo, el sembradío, el viejo molino, el granero, la casa, hasta de sus habitantes.
Cada vez eran menos, pues a los más jóvenes que habitaron allí, no les gustaba la vida dura y alejada del campo y uno por uno se fueron, huyendo de la desolación del campo hacia las ciudades a tentar mejor suerte que allí. Desesperados por huir del pasado en forma del futuro que le deparaba la vida en esa desolación, la muerte lenta del alma. Aunque de los primeros en irse, muy pocos sólo pudieron escapar de las garras de la desesperanza y mediocridad por muy poco. A pesar de sus sueños, en todos lados hay mediocridad y dolor y sufrimiento, y no solo en el campo como ellos pensaban. Los que les siguieron, se fueron con las esperanzas intactas a pesar de las cartas de desaliento por parte de aquellos que ya hacia tiempo se fueron.
Eran como el ganado desesperado de una estampida, aunque sepan que se dirigen a una muerte segura, no pueden deternerse. A pesar de saber que allá fuera las cosas no serían fáciles, que estarían solos, completamente. Como las tormentas, seguían su curso, hacía adelante, siempre adelante
Sólo quedaron los más jóvenes, que eran muy pequeños para valerse solos y los más viejos, los que temieron alguna vez salir de aquel entorno conocido desde el nacimiento, que por costumbre o porque no sabían que otra cosa hacer además de vivir por y para el campo. no podían conciliar el sueño. Estaban preocupados por la tormenta que arreciaba afuera. Sus pensamientos estaban sumidos en las más terrible incertidumbre, donde acabaría todo aquello que con gran esfuerzo y gran paciencia habían logrado. Veían destrozados todos sus esfuerzos, mientras afuera arreciaba la tormenta.
Nadie hablaba. Sus comportamientos se volvieron hoscos y sus movimientos mecánicos, cerrando todas las ventanas, vigilando por todas las hendiduras de la casa, espiando el horizonte, tratando de adivinar que era lo que se avecinaba.
En el granero los animales estaban inquietos, casi de la misma forma en la que lo estaban los humanos que moraban en el edifico cercano al granero.
Desde la casa se podía escuchar a través del viento los mugidos de las vacas, el relincho del viejo caballo que ayudaba a sembrar los campos, hasta los ladridos del mastín de la casa. De repente, ya no se oyeron más, el silencio que provino del granero fue casi sacro. Un silencio que se podía escuchar a través del silbido del viento contra las maderas.
Impasibles esperaban, tanto en el granero como en la casa.
De pronto, un trueno resonó en la oscuridad de la noche temprana. Un relámpago lo acompañó iluminando en la lejanía el trigo que esperaba a ser cosechado, las espigas se doblaban como extrañas bailarinas en una danza diabólica y desenfrenada, producida por la fuerza del viento. Y le siguieron otros más, muchos más, truenos y relámpagos, hasta que llegó el agua liberadora. El viento la trajo con sus presagios de tierras empapadas, y azotó el campo hartándose, inundó los trigales, los cuales ya no serían capaces de ninguna danza, después que la tormenta pasara todos estarían putrefactos y los pocos que pudieron mantenerse en pie no alcanzarían para llenar un costal de harina.
El agua azotó y azotó durante lo que pareció una eternidad, en toda esa noche se escuchó al viento silbar con brío mientras traía consigo más y más agua.
Golpeaba con tal fuerza el granero que hacía temblar las tablas de la estructura. Lo mantenían firme, pero parecía que eso sería por muy poco tiempo. El agua penetraba por cada rendija que encontraba en su camino. Caló hasta los huesos en todos los animales del granero, que ya resignados a esa muerte, no se movían de sus lugares. Se dispusieron a esperar a que llegue la mañana o simplemente esperara ver como se los llevaría el agua uno por uno.
En la casa, aunque estaban más seguros que en el granero, el agua entrada por igual por ventanas y puertas, nada la detenía. La fuerza que le daba el viento hacía que golpeara inclemente los cristales y retumbara y cayera por el tejado. Las pocas luces de algunas velas dispuesta al azar por la vieja salita, jugaban con las sombras haciendo grotescos animales y extrañas formas, dejando a la imaginación de los más pequeños, un niño y una niña, el significado de cada una de ellas.
Los chicos muy chicos para comprender el temor de los mayores ese que los posesionaba en esa noche, pero suficientemente sensibles para captar el aire tenso que se respiraba dentro de la casa, estaban callados y ensimismados en sus pensamientos, como los mayores. Todos tuvieron la impresión que algo inesperado, impensado podía suceder esa noche, fue como una revelación y desde ese momento nadie habló, ni nadie durmió. Los chicos al observar a sus padres, también lo comprendieron y se sentaron junto a sus padres a esperar.
Los padres solo se sentaron, esperando a que pasara la noche y la tormenta. Tratando de no dejar traslucir sus pensamientos y temores a los más pequeños, no solo los propios de la tormenta, sino que al verlos comprendían que muy pronto ellos se irían lejos como los otros, como los hermanos mayores. La incertidumbre de la próxima soledad, se cernía sobre ellos.
Esta tormenta seguro los decidiría por esta opción mucho más temprano que lo habían hecho sus hermanos mayores en su oportunidad.
Lo único que podían hacer era esperar. La tormenta pararía. Lo que se pudiera salvar, se salvaría. Lo que se podría arreglar se arreglaría o se compraría nuevo, si la economía así lo permitiese. Y los chicos se irían, tarde o temprano. Pero lo único que sabían hacer era esperar, lo bueno y lo malo, sólo esperar. Así se dispusieron a pasar la noche, como en toda su vida, esperando.
Esa noche nadie dormiría, se quedarían todos despiertos. Esperando estoicos a que llegara la mañana o a que el agua se los lleve.
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