Lo encontré en la poltrona. Había dos beatas: una de cada lado agitando los abanicos que trataban de romper las vejigas formadas por la sudación. Su cabeza reclinada sobre el cabezal del mueble, o bien, metida en el cuello y el tórax dando la impresión de ser un péndulo. Respiraba rápido, superficial. Tenía los globos de los ojos protruidos, sus manos las alternaba cerrándolas o abriéndolas para darse aire a sí mismo o para masajearse el pecho. Él sufría una gran crisis y quizá tuviese visiones oscuras. A cada rato repetía:
-¿Qué tengo?
Yo callaba. Su mirada recorría todos los lugares y ninguno.
Sabía con exactitud lo que pasaba. Cuando llegó su secretaria para decirme que fuese a darle atención, me informó que después de una breve, pero intensa disputa, ella le mencionó que no le había bajado su menstruación.
-Se lo dije en broma, estaba molesta.
De esa manera se disculpó la muy cabrona. El sudor, el sofoco en un hombre menor de treintaicinco años y con el antecedente de la noticia, me ofrecía un diagnóstico certero y la seguridad de tenerlo activo en un lapso de horas.
Abrí su vena, le instalé un suero, metí grandes dosis de vitamina B y, por último, un tranquilizante. Mañana, antes de clarear, estaría como si nada hubiese sucedido: ofreciendo la misa de gallo para los feligreses de la serranía. Eso pensé, pero no fue así. ¡Quién me iba a decir que el sacerdote era alérgico a la vitamina B y que el farmacéutico no se encontraba!
Hace quince días se le dio sepultura y hoy vino la secretaria a decirme, entre sollozos, que la broma que le había dicho al sacerdote, ya no era tal. |