La profesora nos pidió que escribiéramos un cuento utilizando lenguaje poético.
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Tsunami de amor
Se presenta un miércoles como tantos, insignificante, olvidable. Tras despedirse de un chico, se une Raquel, divertida, como suele ser ella, al grupo formado por los de siempre, compañeros de curso.
—Es tan majo mi vecino. Tendré que plantearme seriamente dejar a mi chico.
Patri, que descansa en el borde de la acera, dirige la vista hacia el chico, a punto de entrar en el gimnasio, y el latente se le acelera como un bólido en la línea de salida. Apenas ha podido escrutarle, pero el arsenal de pequeñas sensaciones percibidas se desborda en su interior.
Los recreos del instituto han pasado de ser una pausa en la rutina a ser un momento de máxima actividad emocional, en los que la mirada de la chica busca desesperadamente al vecino de su compañera.
Las tardes en casa parecen alegres, interpretando conversaciones inventadas, en las que Patricia comenta situaciones cotidianas. La chica mueve la mano, diseñando el ademán de trenzar los dedos de su amado. Junta sus tiernos labios y los adelanta, dejándolos inmóviles durante unos segundos, mientras que su boca se embriaga del imaginario néctar del deseo.
Pasado un rato, la alegría se aflige y la sonrisa duele. El llanto resbala por el cuello hasta deshacerse bajo la camiseta, donde desearía que reposaran sus manos. “Nunca me atreveré”, piensa. “No seré capaz de hablarle”, afirma. “Será de otra y me morderé los labios hasta que la sangre se convierta en el rastro de sí misma”.
Alterna momentos exultantes, cuando se piensa encumbrada por su héroe, y trances sumidos en congoja, convencida de que nunca le pertenecerá. Decenas, millares, millones de chicas, antes que ella, tendrán opción de poseerle.
“¡No puede ser!”, se reconcome Patricia. Raquel se acerca agarrada del brazo de su vecino. Nunca le había visto tan próximo. Todo lo que había imaginado era una mínima porción de la realidad.
—Os presento a Jorge, mi nuevo novio —anuncia entusiasmada, mientras que el gesto de Jorge, timorato, indica querer ser absorbido por el manto terrestre.
Patri se levanta como un muelle, dejando un “tengo que irme” medio ahogado, y marcha apresurada en dirección al baño.
La chiquilla, derrumbada en su lecho, con los dedos entrelazados bordeando el latente maldito. Los parpados apretados hasta fundirse, imaginando una lluvia de lacerantes desdichas. Las lágrimas descarrilando entre los suaves surcos de su semblante, jugoso albaricoque en sazón.
El primer lunes de mayo se presenta vaporoso, los árboles del jardín próximo al colegio embalsaman la mañana. Raquel se encuentra más vivaz que nunca. El chico avanza despacio en dirección al grupo. “Ahí viene, a abrazarla a ella, a despedazarme a mí las entrañas”, presiente Patricia.
Llega Jorge y no la abraza, ni la besa, ni siquiera se pone al lado de su vecina. Mil torbellinos rebotan a una velocidad endiablada entre los poros de la sedosa piel de Patri, que, como casi siempre, está sentada en el bordillo. No entiende nada.
—¡Vale, vale! El otro día os vacilé —se arranca Raquel, con gesto burlón—. Sigo con el mismo novio, que, si no lo digo, Jorge se enfada. Aunque tendría que mosquearme, porque si yo no soy su tipo, no sé por qué ahora le gusta venir al sitio de mi recreo.
—Porque me aburro de ver siempre las feas caras de mis amigos —se excusa el chico, dirigiéndose a los que permanecen de pie, mientras su rostro está a punto de incendiarse.
Espera a que suene el aviso de vuelta a clase para enfrascarse con la mirada en la chica que se levanta del bordillo, produciendo un verde tsunami que atrapa por sorpresa a Patricia y le hace esgrimir todas las artes de supervivencia para no verse ahogada entre todo el amor eyaculado por Jorge, a través de sus ojos.
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