Son la una de la madrugada, voy por algo a la cocina, aún no sé a qué cosa me aventuraré; hay naranjas, papas fritas de esas en bolsas, que me devoraba con mi viejo, bebida y carne, pero quiero algo más.
Me estoy sirviendo un poco de té, como para calmar el frío primaveral y me dan ganas de salir a hacer cualquier cosa, con tal de matar el insomnio y no volver a la cama para intentar dormir y lo haga en vano.
De repente escucho un ruido extraño en el corredor que lleva a la cocina, me atemorizo de sobremanera, pero me doy cuenta que es mi mamá, que está desvelada igual que yo; conversamos, me dice que le es triste estar un poco alejada de todo, que ha sido fuerte siempre y los años le están comenzando a pesar.
Le dije:
- Mírate en ese espejo, somos iguales.
- Tú eres joven.
- Tú también lo fuiste, mamá.
- Pero yo soy baja y tú no.
- También lo fui y todos lo hemos sido.
Lo que dije en ese momento, inconscientemente, ahora no he podido parar de pensarlo, eso somos, metamorfosis; como lo creyó Kafka, o el proceso en el que se vio sumergido Samsa, todos somos una metamorfosis constante, comenzamos como unos pequeños tímidos e ingenuos, con una visión frágil y colorida con respecto al mundo, y vamos en constante desencanto con todo y con todos.
Físicamente también sufrimos cambios profundos, donde lo intangible se vuelve frágil, lo permanente no perdura y lo divino no sólo está en el amar, sino en el alma.
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