Conocí al Asesino del cuento una tarde de hace ya muchos años, mientras me empeñaba en construir una historia para participar en un concurso literario. Comenzaba a derramarse el atardecer sobre los bancos de la plaza en la que solía ir a escribir, y con las últimas horas de sol agonizaba también mi paciencia tras hojas y hojas de garabatos, cuentos raquíticos y personajes insípidos que se aferraban a mi lápiz impidiéndole ascender a capturar grandes ideas, de esas que se elevan a niveles en los que sólo los grandes escritores saben desenvolverse.
Ahora que mis letras son más maduras reconozco que el cuento de aquel día estaba tediosamente bien estructurado. Mostraba a mis personajes y el contexto en el que vivían, desarrollaba acciones y planteaba modestos nudos que comenzaban a hilvanar un desenlace que resultaba tristemente predecible. Era la historia de un fanático que idolatraba a su estrella a pesar de que ésta se corroía por los excesos de la fama. Me preparaba a finalizar mi narración insulsa y lineal con un cruce de miradas entre mis protagonistas, cuando en un giro de ciento ochenta grados, el fanático levantó la mirada, desenfundó una pistola y derramó cinco disparos en el pecho de su ídolo. Recuerdo que dejé caer el lápiz y miré el final del cuento desconcertado, descubriendo un final que ni yo mismo me esperaba. Pude ver el rostro del asesino cuando vaciaba la pistola, y hasta podría jurar que levantó la vista desde la hoja lanzándome media sonrisa con la que compartía su delito, como volviéndome su cómplice.
Ese nexo, ese volverme su autor intelectual, creó un vínculo sólido entre el Asesino del cuento y yo. A partir de esa historia su hambre de muerte estuvo rondando mis obras y se disfrazó de mil maneras para cumplir su cometido. Fue una niña maltratada, un sicario, un guerrero valeroso… fue mil personajes de distintas características y géneros, siempre dejando su firma ensangrentada plasmada en mi cuento. Mi secuaz, mi socio del delito.
Debo decir que este giro en mi narrativa generó estupendos frutos. Quince años después era un autor de amplia trayectoria cuya firma era la muerte colándose de improviso por los lugares menos esperados de sus líneas. Comencé ganando algunos premios, luego mis libros fueron publicándose con éxito hasta leerse en distintos países e idiomas. Hoy mi firma es referente en la literatura moderna.
Pero el tiempo pasa, envejecemos y caducan también nuestros valores y prioridades. Mi ego es un anciano disminuido y su otrora voz prepotente apenas si se escucha como un susurro en los rincones de mi mente. Tengo ya 83 años y en mi matrimonio con la fama se gastaron los días de pasión. Ahora mantenemos un nexo obligatorio en el que nos aceptamos con resignación. Las estatuillas doradas dejaron de ser demostraciones de talento y ahora son pisapapeles de inmensas proporciones regados a lo largo de la casa. Ya no quiero ser centro de atención, así que nada me motiva a escribir cuentos. Dejé de sentirme retado por la hoja blanca, porque he tenido tanto éxito que la gente terminó devorando cualquier porquería que escribía, y los críticos encontraron en mis letras más estúpidas razonamientos profundos, contenidos extraordinarios y me atribuyeron tales introspecciones que mi cerebro se convirtió en un enigma para la posteridad. Esto me hastiaba y entristecía, porque cada día mi vena de autor se marchitaba más. Ya hace más de 20 años que no escribo, ¿y qué puede hacer con su vida un viejo escritor de 83 años sin historias que contar?
Extraño mi ímpetu de novato, mi cacería de historias nuevas y mi sed de finales sorprendentes. Hay días como hoy, en los que me encierro en el estudio, me sirvo un whisky y comienzo a rebuscar entre mis borradores aquellos cuentos que nunca fueron, intentando revivir la fuerza que me llevó a escribirlos. En esta búsqueda febril he desordenado los estantes y desenterrado mil inicios que nunca culminaron. Son las 4 a.m., ya destapé la segunda botella y aún no consigo una historia que me tome de la mano y me invite a culminarla. Navego en el sopor del licor y comienzo a convivir con estos fantasmas sin saber si ellos se hacen reales o yo me vuelvo cuento. Vienen a saludarme amantes de romances inconclusos, soldados esperando el inicio de la guerra, finales podridos dentro de mi pluma. Todos me rodean, me suplican, me rasgan la camisa halándome hacia ellos. Todos menos uno.
Veo su silueta y le reconozco. Orgulloso asume su pose ignorándome y viendo hacia el infinito, pero no resiste voltear la mirada hasta encontrarse con la mía. Es él, el Asesino del cuento, el que tanta gloria me brindó, destiñéndose en la soledad de este cementerio. Me abro paso entre muchos inconclusos que intentan llamar mi atención y llego hasta él. Nunca fue hombre de mucho diálogo, pero siempre fue de mirada clara, esa que se puede leer sin mayor complicación. Me reprocha, me reclama, me desprecia, pero al igual que todos, me extraña y siente que vine a sacarlo de este hueco gris.
-Perdóname- Atino escuetamente a decirle. Le abrazo y reconozco el cuero curtido de su gabán, el olor a guardado que se enreda en su cabellera y el polvo en la piel de quién lleva mucho tiempo encerrado.
-Cállate!- Me responde, no sé si perdonando u odiándome más. Me abraza con fuerza y siento su mano izquierda palmeando mi espalda… sólo una mano.
Hilvano, en fracciones de segundos, la historia completa del reencuentro con mi personaje, pero es tarde. Ya siento la hoja de navaja sumergiéndose en mi piel una y otra vez, y la sangre tibia desciende por mi estómago mientras mi cuerpo se enfría por dentro. Mientras caigo, reconozco la mezcla de odio y tristeza del asesino que mató a su padre en uno de mis cuentos.
Y por fin, después de tantos años, culmino una historia tal como me gustaba hacerlo cuando era joven y amaba escribir. |