Solo había salido para divertirse un rato, recorrer el pueblo, un paseo corto sin mayor importancia; pero quizás su excesiva juventud, o su espíritu curioso y distraído, tejieron las invisibles redes de su demora. La noche se desplomó de improviso, y la muchacha comprendió de golpe que se le había hecho demasiado tarde. Regresó jadeante y presurosa, hasta que girando en la última esquina, vio que el único farol que siempre iluminaba la calle, estaba apagado. Una oleada de pavor la paralizó, y se llevó las manos a la boca como para ahogar un grito, (gesto inocuo e innecesario, ya que su garganta se había secado). Quedó con sus ojos asustados pegados en la negrura, sin saber qué hacer, mientras la luna menguante dubitaba entre las espesas nubes, casi invisible. Las gotas de claridad que se colaban desde las ventanas de las humildes casas, pintaban vacilantes líneas de luz en las aristas del enrejado portón del cementerio, justo al frente del poblado. La joven se movió ansiosa en la esquina, intentando tranquilizarse, pero las sombras de los árboles, que se entrelazaban en confusas diagonales sobre los adoquines, distorsionaban el callejón y le impedían ordenar sus pensamientos; La oscuridad la envolvió con un miedo profundo e indefinido, haciéndola temblar, como una gacela solitaria en la espesura. Escuchó con atención el silencio sobrepuesto al murmullo del viento, y sintió la protección del alto muro en que apoyó su espalda, lo que le infundió un poco de confianza. Repasó en su mente lo que le faltaba recorrer y la escena que no podía ver: La gran puerta enrejada del cementerio en el centro del muro, y el manchón de casas frente a ella. Estimó que serían apenas treinta metros. Cuando las primeras lenguas de bruma se arrastraron hasta confundirse con su vestido blanco, decidió que no podía seguir esperando, que debía regresar. Reunió todo su valor y comenzó a caminar lentamente, como en un sueño, orientándose por las escasas luces que tiritaban en las ventanas, y luego aceleró el paso, hasta que le pareció que algo cambió entre las sombras, que hubo un movimiento o un roce a su derecha. Las compuertas del terror se abrieron en su alma inocente, se inundó de pánico y no pudo contenerse. Corrió, corrió gritando un alarido silencioso, hasta que atravesó, difuminándose a través de los barrotes, hasta la dulce seguridad de su tumba. |