Esa noche me levante muy consciente que me quedaba muy poco tiempo de vida.
- Qué raro eres.
La prostituta era alta y bien formada. Morena, de un agradable color aceitunado. De busto bastante pequeño, y cabello alisado a punta de plancha.
-¿De veras odias a tu madre?
Suspire. Lo primero que había tenido que hacer, luego de desnudarme y tenderme, fue someterme a una limpieza con alcohol. Por alguna extraña razón me había dado una toallita de papel y me había indicado que me lavase las manos. Las manos, pensé. La verga es lo que debería de haberme lavado, seguí pensando mientras el jabón hacia lo suyo.
Después de eso, procedió a ponerme el condón y, raro, a romper un orificio en una toallita húmeda y vestir mi artefacto con ella. Parecía una versión bastante diminuta de la famosa ropa interior ángel, esa que usaban los mormones, la que tiene un orificio para poder follar “decentemente”.
Putas.
- En efecto. Esa vieja infeliz nunca ha hecho nada bueno por mí, a excepción de parirme. E incluso de eso no estoy muy seguro que deba darle las gracias.
Su expresión era un poema.
-Pero… lo que pasa es que tú piensas eso porque creciste sin amor. Yo a mi mama la adoro…
Bla, bla, bla, bla. Mierda convencional. Más convencional si cabe porque venía de la mente de una mujer de veintidós años que quería darme clases de moralidad.
- Le queda un tiempo indeterminado de vida.
El doctor era bastante claro en cuanto a esto. No se había andado por las ramas y no había intentado escudarse en lenguaje profesional. Tampoco intentaba convencerme de cosas regalándome su lastima en pequeñas dosis. Eso se lo agradecía. Me soltaba la verdad, enhiesto y parco, como un hombre, y yo estaba ahí, como un hombre, recibiendo mi verdad, mi sentencia de muerte decretada en parte por los defectuosos genes de mi familia, y en parte por mi forma de vida.
- No voy a mentirle. Su cáncer es hepático. Es uno de los canceres más agresivos de todos. En este caso, puede que haya esperanza. Una opción obvia es la quimioterapia. Será mucho más agresiva que los tratamientos normales, y será mucho más peligrosa, debido a que hablamos del hígado. También se puede explorar el trasplante, que…
Me pierdo en mis recuerdos mientras, en apariencia, escucho a mi doctor. Recuerdo a mi tía. Pensó que solo eran cálculos biliares. Mi vieja y querida tía.
Poco menos de un año después moría vomitando una espesa pasta negra. Su hígado.
Y ahora yo estaba en la misma condición.
- ¿Entiende lo que le estoy planteando?
- Completamente, doctor.
- ¿Entiende que debe iniciar el tratamiento lo antes posible?
- Lo comprendo.
- ¿Entiende que sus opciones son pocas pero posibles?
- Lo comprendo, si, lo comprendo bien, doctor.
- Me alegro. Lo ha tomado muy tranquilamente. Le estoy dando una segura sentencia de muerte, pero usted lo toma con mucha entereza.
- Son cosas de Dios, Doctor.
Son cosas de Dios. Ese imaginario voyeur intergaláctico.
- ¿Y vives solo?
Cierto. La prostituta había afirmado que yo le parecía atractivo.
Pero… ¿había que fiarse de una puta?
- Sí. Vivo solo. Relativamente cerca.
- Ya. Y.. ¿tu familia?
- Lejos. Hace años que vivo así.
Se limitaba a asentir, desnuda y recostada. Yo, desde luego, respondía casi que mecánicamente. Pero ella no. Le parecía una cosa. Una cosa tal como los zapatos que me había quitado o el reloj dorado y vulgar que usaba en su muñeca derecha.
Una puta cosa que hablaba.
- Yo no sabría vivir odiando a mi mama. Mi mama es de lo más importante.
- Lo imagino.
- Eres el tipo más raro con el que he estado. Palabra.
En ese momento lo medite. Y fue relativamente breve. La hoja se movió rápidamente, y ella no noto mucho. Me miro un par de segundos sin comprender que ese borboteo cálido que iba bajando poco a poco por su torso era su sangre, una sangre brillante y suave, una sangre seguramente tibia, que ahora iba a concentrarse lentamente en las sabanas de color amarillento, un color que me recordó desde el principio al marfil viejo de una estatua.
Cayó silenciosamente. Muy silenciosamente, porque el golpe fue amortiguado contra el colchón. Lo tome con mucha calma. De haber retrocedido en el tiempo, habría encendido un cigarro y lo habría fumado despacio, jugando con las volutas de humo mientras decidía cual iba a ser mi próximo movimiento. Pero esta vez no. Esta vez me limite a comprobar que ya no emitía el menor suspiro. Estaba positivamente muerta, muerta como yo iba a estarlo en un tiempo más, como lo estaban mis mayores. Muerta.
Tampoco me parecía un desperdicio en ningún sentido.
Lo demás fue incluso mecánico. Fui al baño y me lave cuidadosamente de cada uno de sus líquidos, empezando por sus flujos que decoraban una pequeña parte de mis muslos. Al parecer, había logrado que llegase al orgasmo, pero por puro prurito profesional lo había disimulado. Putas.
Una vez convenientemente limpio, me vestí. Tranquilamente. Le eche un último vistazo. Estaba ahí, fluyéndole aun un poco de sangre, los ojos completamente abiertos y su expresión de incomprensión. No me dolió. No me afectó. No tenía por qué, puesto que había dado en el blanco: yo no era como los demás. Yo no era normal.
Además, me estaba muriendo.
Tomé, pues, mis cosas y me marche tranquilamente de allí. No me importaba si buscaban o no mis huellas: el apartamento era de ella y seguro habría una gran cantidad de rastros de mucha gente. Además yo era un ser anónimo, un cliente anónimo llegado a última hora en el cual estaba seguro que nadie se había fijado.
Al salir a la calle, respire profundamente el aire frio. Y entonces, cuando eche a andar despacio, tuve consciencia que sí. Que ella tenía razón.
Que no soy un ser como ningún otro.
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