La manta
Hacía poco me había casado. Con mi esposo alquilamos una casa muy bonita en las afueras, cerca del Aeropuerto Internacional de Carrasco donde yo trabajaría por un tiempo. Un murito que se podía cruzar tan sólo con levantar apenas un poco la pierna, nos separaba en la parte de atrás, de un terreno que tenía la casa contigua, muy lujosa pero con dueños descuidados a quienes jamás se los veía. Sabía que no estaba abandonada, las luces se encendían por las noches.
Debajo de uno de los árboles donde podría haber un hermoso jardín, dormía una perrita de color beige, supuestamente la mascota. No tenía nada dónde poner su comida y su agua. Ya se podían sentir los primeros fríos del invierno, así que de su lado, pegada al muro, le hice una guarida con chapas, cartones y una manta. No me costó hacerle entender que era para ella, se metió sin titubear. Cada vez que iba al fondo, intuía que le llevaba sus alimentos, y no le erraba.
Mi esposo procuraba enseñarme a andar en moto para hacer los mandados, pero jamás aprendí. Me comía todos los pozos, al llegar al final de la calle había una zanja, paraba, la giraba, me volvía a subir y continuaba la marcha. Eso sí, la vuelta hacia la derecha que debía dar para entrar por el camino que me conducía hasta la entrada del almacén de comestibles, me salía casi perfecta. Aunque paralelo al caminito me chocara con los matorrales y casi con la pared, no me eran necesarios los frenos; mis pies lo hacían muy bien.
Los perros del barrio me seguían y ladraban amenazadores, uf, qué momentos, hasta que la perrita, a la que no se me ocurría ponerle nombre porque supuse que lo tendría, me empezó a seguir para protegerme de ellos.
Al principio me acompañaba sólo para hacer las compras, luego se aventuró a seguirme hasta la parada del ómnibus interdepartamental. No sé si se aprendió los horarios de mi llegada, tal vez me esperaba allí las largas horas de mi ausencia.
Pasó el frío, la primavera y el verano se asomaba. En una oportunidad quiso subir conmigo, puso sus patas delanteras en el primer escalón; la echaron como a un perro. Así que de pura bronca nomás, como el recorrido era derechito comencé a ir en la moto.
Ella se convirtió en la líder, y los más fieros caninos fueron mis amigos. Se sabía que yo llegaba del trabajo porque toda la jauría me rodeaba, ella iba a la vanguardia.
En aquellos días sofocantes, volvió a establecerse debajo del árbol. Un día, tuvo una actitud muy extraña; saltaba el muro hacia mi lado, me miraba, me ladraba y lo volvía a saltar hacia su lado. Comprendí que me quería mostrar algo, así que la seguí. Me llevó hasta el árbol y me presentó a sus cuatro cachorritos recién nacidos. Su mirada me dio el permiso de tocarlos y acariciarlos, yo creo que fue mi expresión de amor, ternura y vaya a saber qué más hice para que no tuviera temor de ponerlos a mi disposición. Qué reacción tan rara, me dije. Luego me tiré sobre el pasto a festejar con ella el gran acontecimiento y agradecida por la concesión que me había dispensado. Leche, agua y mucho alimento fueron sus otros regalos.
Una maldita tarde el jefe me informó que me trasladaban a la capital, Montevideo, que queda a unos 30 km. Urgentemente tuvimos que encontrar una vivienda. Gracias a unos amigos que nos habíamos hecho, nos consiguieron por medio de unos contactos, un departamento en un edificio donde estaba prohibido tener animales. Ella observaba con ojos tristes la mudanza. Grande era mi pena al ver cómo sus crías la buscaban para jugar y ser atendidas, pero ella, tirada, parecía pensar y pensar, permitiéndoles que hicieran lo que quisieran sin darles corte. Cuando el camión estuvo cargado, la despedida fue dolorosa para ambas, no había forma de mentirnos. Después de subirme al camión que nos llevaría hasta el edificio, saqué por la ventanilla la manta con la que había pasado el invierno para darle a entender que nunca la olvidaría. Al mirarla vi un destello de luz en sus ojos. Presentí una promesa y cerré los míos; su olfato sobre mí sólo llegaría hasta el Aeropuerto, luego, perdería el rumbo, no existían rastros míos en los siguientes tramos hacia Montevideo.
Por nuestros amigos supe que después que nos fuimos ella desapareció de la casa. La imaginaba en cada perrita callejera de color beige, pero ninguna se acercaba a mí.
Pasaron dos años. Yo llegaba del trabajo cuando veo al portero echar de la puerta de entrada a una perra toda mugrienta. La defendí; tuve un gran altercado con el conserje. Mientras discutía, ella me olfateó y se tiró a mis pies. En ese momento dejé de pelear. Se colocó de costado, movió su cola repetidas veces, me agaché para ver su estado, intenté que se levantara pero me di cuenta que ya no tenía ni fuerzas para ello. Lamió mi mano y suspiró. No volvió a respirar.
En ese momento recordé que aquella manta que saqué por la ventanilla del camión, no la entré hasta llegar al edificio.
Autora: Cielo Vázquez
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