El bosque era una fiesta. Aromas, sonidos y la vida que bullía. Entre el ramaje se filtraban hilos dorados que denunciaban y tornasolaban decenas de telarañas. Una suave brisa hacía cascabelear las hojas que ya maduraban anticipando el otoño. Intentaba hacer el mínimo de ruido al deslizarme entre la hojarasca, atento a capturar una imagen de la fauna del lugar. A veces, una lagartija multicolor me saludaba, subiendo y bajando su cabeza, como posando para la fotografía. Otras, un ciervo volante ostentaba sus tenazas enormes mientras defendía su territorio. Era posible observar distintas aves, tales como tiuques, queltehues, lloicas, zorzales y choroyes. Algunas hacían acrobacias increíbles mientras perseguían insectos voladores. Otras hurgaban en los troncos podridos buscando larvas y escarabajos. En las charcas y arroyos destacaban las libélulas haciendo alarde de su vuelo depredador.
De pronto escucho un canto potente que resonaba entre coihues, lingues, raulíes y avellanos. Alisto mi cámara apuntando hacia los matorrales, donde se repetía el canto, en busca del ave acorde a esa potencia. Por unos minutos es inútil, hasta que trina nuevamente muy cerca de mi posición. Sorpresa: no es más grande que un gorrioncillo, con alas de tonos cafés, cuerpo plomizo y el cuello y pecho anaranjado. Es el Chucao, ave chilena. Es difícil creer que un pajarillo tan pequeño tenga esa potencia en su voz. Entre los indígenas se dice que advierte sobre la presencia o cercanía del puma. La atrapo varias veces en mi máquina fotográfica.
Me interno entre los árboles siguiendo un sendero, entre enredaderas donde lucían los copihues, hasta un claro y quedo realmente sorprendido ante el espectáculo. Grandiosos, enormes, rectos y orgullosos, se muestran los alerces, que los nativos llaman lahuán o lawel. Su verdadero nombre es Fitzroya, y es endémico del sur de Chile y de Argentina. Durante varios minutos me siento muy pequeño tratando de abarcar al máximo esa majestuosidad. Me acerco a uno de ellos, lo toco, siento su corteza áspera, intento abrazar tontamente su circunferencia de tres o cuatro metros. Alzo la vista hacia su copa, a tal vez cincuenta o sesenta metros de altura. Sabiendo que pueden vivir entre tres mil a cuatro mil años soy consciente que, tal vez, ÉL ya vivía en tiempos de los faraones y que fue testigo de la invasión depredadora y genocida de los europeos en los tiempos de la colonia. La riquísima calidad de su madera ha hecho que se encuentre en peligro de extinción. Aún cuando
está prohibida su explotación, no faltan los mercaderes que utilizan subterfugios para talarlos. Me quedo durante un buen rato, como en un rito, pensando si mis nietos o biznietos tendrán la oportunidad de admirarlos.
Son los sobrevivientes.
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