Ruleta rusa
Sobre la mesa giraba el Astra 250 de cinco tiros. Caras tensas. Ojos inquietos. Cuatro estúpidos acróbatas de la sinrazón lo miraban girar. La negra y mortífera boca del cañón apuntó a Carmelo. Este, sin moquear, soltó el aire retenido en un largo suspiro y agarró el revólver con premeditada lentitud. Mientras lo hacía, observaba la cara de Luisa. Esa piel, esos ojos y, especialmente, esa boca lo podían. Sin embargo, ahora, la veía llenándose de estupor y espanto ante lo inevitable. Decidió que, si esa era su hora, debía concederse el placer de disfrutarla. Al fin y al cabo, un pacto es un pacto, y punto, bufó. Oyó voces densas y húmedas, como si llegaran desde lo profundo de una caverna. Cómo será de espeso este caldo, pensó, que logró afectarme los filtros del oído. Sacudió la cabeza para despabilarse un poco. A su lado todo estaba igual. Las voces que había oído, eran los exornados comentarios de Roncaglia y Fognani sobre el cilindro de recámaras múltiples, y la necesaria posición del martillo abatido para evitar disparos accidentales. Lo cierto es que el arma estaba cargando la única bala que uno de los cuatro locos recibiría en su delirante cabeza. Carmelo prefirió no pensar en eso. Sin embargo, al tomar el revólver se sintió igual que cuando le dijeron que su padre había muerto de un infarto. Fue justo el mediodía de un lunes maldito de febrero, volviendo a casa después del trabajo. Ahora, *“quince años después”,* sufrió lo mismo: se sintió solo. Se sintió impotente y abandonado. Pero al mirar a Luisa, esos sentimientos se mezclaban con otros, semejantes a los que sintió aquel día en que recibió el primer premio de poesía en la municipalidad de Buenos Aires. Algo de aquel protagonismo le hizo una suave caricia en el corazón.
El Astra 250 pesaba algo menos de un kilo; pero, para Carmelo, pesó una tonelada cuando lo levantó hasta su sien derecha. Imaginó el fogonazo quemándole parte del pelo y la patilla. Comenzó a apretar el gatillo. Recordó que unos días atrás, con ese mismo revólver, agujereó un chapón de dos centímetros de espesor a corta distancia. ¿Qué no haría en su cabeza? Lo dejaría irreconocible. En pocos días más cumpliría veinticinco años. Quiso saber qué fue lo que lo llevó hasta ese extremo de jugarse la vida de ese modo. No encontró otra respuesta que su propia estupidez. Consideró que veinticinco eran muy pocos para terminar; aunque, creía también, que eran muchos para comenzar. Esa debilidad intrínseca de pretender llenar las expectativas de otros; ese deseo de pertenecer a un grupo selecto y destacado por la dimensión de sus locuras. Aunque en verdad, la realidad fuera otra; y él lo sabía, pues siempre sufrió la necesidad de ser aceptado por los demás. Tal vez esta sería la gran oportunidad de acabar con ese fantasma ridículo de las frustraciones; con el pobre tipo de los sueños dorados y horrendos, exhibiéndolo de una vez por todas tal como era, con un punto final en la sien derecha. Se dijo a sí mismo que ese sería el remedio más apropiado para deshacerse de una existencia careteada bajo los viejos patrones del miedo y de la culpa. De repente, el sollozo de Luisa le despertó un escalofrío en la espalda. Aflojó la presión sobre el gatillo y volvió a mirar a cada uno a los ojos. Fognani, su amigo de toda la vida. Parecía petrificado, dentro de un silencio tirante como un cuero; pálido y tenso, aguardando el desenlace de este asunto. En cambio, Roncaglia, mostraba la confianza del idiota. Esa confianza que a muchos les hace creer que siempre todo será como lo han soñado. Esa expectativa pacífica, indolente y malsana de llenarse con el detritus de la razón más aviesa y egoísta que uno pueda imaginar. Esa razón elemental que termina justificándolo todo, siempre y cuando no devore sus miserables vísceras. Ese corazón de hiena lo potabiliza todo diciendo cosas así: “-Bueno, menos mal que…; gracias a Dios que…; peor hubiera sido que…, etc.”. Roncaglia, ante la filosa mirada de Carmelo, escupió una sonrisa que pretendió ser alentadora y cómplice, aunque Carmelo, sólo sintió repulsión y asco por ese alienado come mierda que era capaz de caretear sin filtro, la desnuda mirada de su amigo en apuros. Una idea asesina cruzó como un relámpago por la mente de Carmelo. Sólo lo contuvo otra idea, la de que en esa recámara no estuviese la bala, esa bala que su furia homicida deseaba meter en la podrida cabeza de Roncaglia.
Creyó que ya era hora de acabar con ese rollo. Se inclinó un poco hacia la derecha, donde supuso que iría a caer; justo donde Luisa, expectante y lúcida, se iluminaba con esa palidez que lo hacía desearla más de lo que jamás hubiera podido imaginar. Se dijo que si zafaba, escribiría un poema a esa belleza pelirroja de diosa olímpica. Ya no quiso dejar de mirarla, la admiró desde lo imposible. Allí estaba sin pestañar, muda, erguida y tiesa, con los ojos azules muy abiertos, sentada en una sola nalga sobre el borde de la pringosa banqueta de cuero verde. Deseó caer en sus brazos. Y, acunando ese último deseo, tiró lenta, suave y decididamente del gatillo.
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