El reloj
¿Navegarán por el universo nuestros cuentos y poemas?
Estoy vacía, mi vida está demasiado quieta. ¿Me haría falta alguna experiencia que me inspire? ¿Debería provocarla involucrándome con alguien?
Peligroso…, pero esta opción es la mía:
No sé cuánto estuve desnuda, inconsciente, tendida sobre la arena, cuando sentí que unos suaves labios carnosos oprimían los míos; presionaban con fuerza para que expulsara el agua acumulada en mis pulmones. Una vez hecho esto, unos brazos fuertes me alzaban.
Sobre su hombro vi que una selva quedaba cerca y hacia allí íbamos. Las hojas de los árboles me acariciaban. A través de los rayos de sol que se infiltraban en la frondosa vegetación, observé su negra cabellera larga y el extraño color cobrizo de su piel. Se detuvo al pie de un árbol, suavemente me paró sobre aquel suelo extraño. Iniciamos la marcha, yo lo seguía sin saber a dónde.
La selva quedó atrás, el trayecto parecía interminable. El sol y el aire lastimaban mi piel blanca. Para aliviarme, él me cubría con ungüentos a base de barro y vegetales. No le preguntaba cuándo nos estableceríamos; pues no se detenía excepto para hacer el fuego y preparar la comida que ponía en pequeños cacharros y servía con sus propias manos. Las noches eran cálidas. Cuando el cansancio parecía rendirme, me tendía junto a él. Antes de entregarme al sueño observaba las estrellas que echaban algo de luz sobre aquellas rocas majestuosas. Las palabras no eran necesarias. Tampoco el reloj, ni nada, la tierra nos ofrecía de todo para cubrir cada una de nuestras necesidades.
Pasados unos días llegamos a un lugar paradisíaco, poblado de coloridas aves y exuberante vegetación. Mi piel, de tanto estar expuesta me había pasado de rojo a un dorado tornasolado que se acercaba más a la suya. Descendimos por el lecho seco de un río hasta llegar a una cueva oculta entre unas rocas. Despejó la entrada de arbustos, raíces, guijarros y lodo. Con hojas secas y un poco de grasa animal armó una tea. Entramos por un estrecho túnel oscuro; él llevaba el fuego en alto, yo no apartaba mis manos de su cintura. A poco nos dimos de lleno con unas pinturas plasmadas en piedra. Me adelanté para tocar la roca con mis dedos, cruzamos miradas de júbilo ante el hallazgo. Contemplé las figuras estáticas, rostros extasiados y mudos, hasta que él me señaló unas formas casi imperceptibles por la labor del tiempo y la humedad: eran hombres con escafandras.
De pronto, escuché la campanilla del reloj:
—Oh, no. Calla, déjame soñar, ¿no ves que soy feliz?
—Qué esperanza —gritó para mi asombro—. Seguiré sonando hasta que te levantes.
—Mira qué fácil, te apagaré y jamás te pondré. Tú no me deja tranquila, siempre molestándome.
—No soy culpable —siguió gritando porque al manotearlo no lo encontraba. Ese chillido traspasaba mis oídos—: La luna se va, el sol sale todos los días, exijo una explicación.
—Me haces abrir los ojos cuando no quiero, dominas mi tiempo, eres el que me envejece.
Esta vez logré apretar el botón. Permanecí tapada con la sábana que me cobijaba de lo que me rodeaba. Me sumergí otra vez en busca de aquel indígena que no sé de dónde era pero me volvía loca de amor y deseo.
—Buenos días… —dijo él.
—Qué pasa... —respondí algo dormida.
—Debemos partir.
—Qué hermoso amanecer. Jamás había visto salir el sol desde el horizonte.
—¿Te pasa algo? ¿Cómo es que nunca viste salir el sol por el horizonte?
—Dime. ¿Cuándo viajas por el mundo, llevas reloj?
—¿Qué tiene que ver con lo que te pregunté?
—Estoy peleada con el tiempo. En el mar no existía, allá en el mar me enamoré.
—No me hagas reír. ¿De quién te enamoraste en el mar?
—Qué importa, quisiera estar con él, pero no sé cómo volver.
—Oye, eres rara, no pienses que te llevaré. Iremos al río, nos bañaremos, comeremos algo y continuaremos el viaje hasta llegar a la nave. No perderé mi pasaje.
No me agradó, parecía enojado y dejó de hablarme. Vi en él un fuerte carácter al cual no podía resistirme; no discutía, no gritaba, sólo debía seguirlo. Quería contarle tantas cosas... Mientras caminábamos, me puse a susurrar una letra dándole una tonada:
“Cuando estoy triste, me verán triste,
cuando estoy alegre, me verán alegre,
pero a veces… me oirán decir
que estoy alegre, cuando estoy triste.”
Me había escuchado pero ya no era el mismo; perdía el control sobre él, y sus cambios me decepcionaban.
El reloj estaba apagado, era yo la que no podía definir lo que quería.
Hice un esfuerzo y volví a mis sueños:
—Ey —dijo el indígena—: ¿De dónde sacaste lo que has dicho? Para empezar a conocerte no está mal.
—¿Tan fácil se te fue el enojo?
—Sí, se me va pronto.
—Por fin encontré a alguien como a mí me gusta.
—No, si yo no te gusto, estás enamorada de otro.
—Estás celoso…
—Eres un hallazgo hermoso, no suceden estas cosas por aquí. Toda tú eres diferente. ¿De dónde eres? Serás mi diosa.
Sonreí, no dije nada. Me tomó fuerte de la mano, corrimos hasta el río que ahora se dejaba ver. Sin darme tiempo a un respiro me sumergió sin soltarme. Me llevó muy hondo. Hacía ademanes para hacerle entender que me ahogaría, pero las ondas formadas por sus movimientos hacían que sus largos cabellos se enredaran en mi cuerpo. Creyendo que ahí moriría, sus labios se posaron otra vez sobre los míos brindándome el aire necesario, y esta vez sabía que me rendiría ante él.
Nuestras siluetas ligadas se dirigieron a la superficie. En la orilla me cargó dulcemente. Nos miramos sin pestañear. Esos grandes ojos negros penetraron los míos. Me colocó sobre la arena mientras las gotas de su cabellera caían sobre mi cara estando él encima de mí. Descubrí su rostro para seguir viendo su mirada. Luego de un beso apasionado, dije:
—Gracias.
“Quince años después” sigo siendo su diosa, sólo debo apagar el reloj.
Autora: Cielo Vázquez
NOTA: Lo presenté para el Reto 9.
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