El río se tiñó de rojo
Anochece y hace frío, en la cordillera está nevando, la gran mole se divisa azul, está adornada por nubes negras con una fría carga. Enciendo la estufa, me acurruco en el sillón y me echo una frazada encima, mis dos perros corren a ocupar el lugar más privilegiado entre la cobija y yo, suspiro resignada y trato de ubicarme en medio lo mejor posible para que mi computador tenga un lugar sobre mis rodillas, estiro las piernas y las reposo sobre un baúl de mimbre que he puesto con ese propósito en medio de los sillones, me siento bien, me gusta esto de regalonear a “mis niños” y pienso en tantos perritos callejeros que no tienen la felicidad de estar calentitos cuando hace tanto frío. Pincho el link de la página azul para ver las últimas publicaciones del día.
El entorno gélido me lleva a divagar, me lleno de recuerdos, Calle Moneda entre Amunátegui y San Martín, un quiosco gris justo en la esquina de un pasaje que en ese entonces se llamaba Príncipe de Gales, un rincón que siempre recibía en forma generosa gruesas bocanadas de un viento helado, en medio del techo un gancho que sostiene la pesa reloj, bajo ella la base de madera que era como un mueble hueco, cuyo interior servía de bodega para los cajones y para madurar paltas, encima, en cuadrados casi perfectos, mi padre con una pulcra cotona blanca adornaba su mercadería, cada manzana, pera, palta, naranja, en perfecto orden, en rumbas piramidales que lograba con su infinita paciencia, en el borde bajo el techo había una barra que servía para afirmar las tapas que más tarde cerrarían el quiosco, a esa hora servían para poner ganchos con hileras de plátanos y cartuchos de papel, nunca le gustó usar bolsas plásticas.
Tenía un triciclo que usaba para ir a la Vega, cruzaba el centro con su carga de cajones con frutas de la estación y cajas plataneras, desde el Mapocho hasta el centro, todos lo conocían, era un hombre recto.
Ese día no alcanzó a llegar a la Vega. A las 5 de la mañana subió a su triciclo y pedaleó como siempre por las calles céntricas, al llegar relativamente cerca de uno de los puentes que cruza el río, no recuerdo cual ahora. Después de escuchar algunas metrallas que le hicieron apurar las piernas para llegar lo antes posible a algún lugar seguro, una patrulla militar le detiene, le piden su identificación y se la dejan retenida. El sabe que corre peligro, tiene miedo, piensa en nosotros, sus cuatro hijos y su mujer que está en casa y que esa mañana le pidió que esperara unos pocos días más antes de volver a trabajar, pero él salió nomás, ya casi no le quedaba dinero y había que poner pan en nuestra mesa.
El militar a cargo lo mira de arriba abajo, con un movimiento de su metralleta le indica que avance hasta el final de la calle donde se encuentran, cruzan la Av. San Pablo por la Calle Bandera y se acercan a uno de los Puentes, donde en ese momento llegan tres camiones y muchos milicos rasos que empiezan a bajar cuerpos sangrantes que luego acarrean como fardos que finalmente lanzan al Mapocho, entonces mi pobre viejo, aunque las nauseas le revolvían el estomago, tuvo que cargar no sabe cuántos muertos en su triciclo y con la ayuda de unos pobres muchachos a los que lamentablemente les había tocado hacer el servicio militar justo en esa época, los echaban al agua. No sabe cuánto tiempo estuvo en eso, casi no recuerda bien, uno de los pelados que le ayudaba no aguantó y se puso a vomitar ahí mismo, un Coronel después de patearlo le disparó en la cabeza, mi pobre padre tuvo que tirarlo puente abajo, entonces vio que el río se había teñido de rojo.
Rezó a la Virgen del Carmen con devoción, se despidió de la vida ese día, con todo lo que había vivido, supo que pronto sería uno más de esos cadáveres.
Sin embargo, el militar que lo había puesto en la tarea, Lo dejó ir luego de advertirle que no le contara ni a su mujer lo que ahí había pasado o que el mismo iría a buscarlo.
Quince años después, nació mi primer hijo, un gordo hermoso y juguetón, mi padre se sentó conmigo un día cuando mi bebé tenía tres meses y muy solemne me pidió que escuchara esta historia, pues ya no podía mas con el peso en su memoria, lloramos juntos ese día y tuve que prometerle que no se lo contaría a nadie y que mi hijo jamás haría el servicio militar. Hoy ya han pasado 40 años de aquello, mi padre descansa hace tiempo, yo lo acompañaré pronto de seguro. Mi hijo obviamente no fue militar y yo quise liberarme de este secreto, que no lo es tanto en verdad, porque casi todos los puentes del Mapocho se tiñeron con el rojo del horror de esos días.
Dejo mi PC a un lado, arropo a mis perros con el chal, enciendo un cigarrillo y salgo al jardín, necesito urgente la mezcla de nicotina y aire frío nocturno.
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