Fue en uno de esos momentos en los que estaba caminando para casa, camino que hacía con cotidianeidad, doblaba a la derecha dos y tres a la izquierda. Pero fue uno de esos días en los que derecha dos izquierda tres estaba lejos de satisfacerme, y un pequeño cambio quizás como tres derecha dos para ver caras distintas, para con suerte sentir cosas distintas pero llegar a casa de todas formas se veía muy tentador. Y como nada ni nadie me detenía, no dudé en hacerlo. Y no le avisé a nadie, nadie me vio cambiando, nadie se enteró y a mí me significó. Fue entonces tal placer que al día siguiente decidí volver a cambiar. Quizás una derecha una izquierda una derecha una izquierda una cambiara mi forma de ver el mundo, quizás me mareara, o quizás me perdiera y nunca llegara a casa. Y como nada ni nadie me detenía lo probé, y me divirtió muchísimo, me hizo llegar a casa (porque no me perdí al final) de un distinto buen humor.
Y al día siguiente me quedé diez minutos parada antes de empezar a caminar, y al finalizar esos diez minutos se me ocurrió un nuevo camino, un poquito más arriesgado. Y así pasó a ser un desafío del día a día, un juego, tanto pensarlo como encontrarlo como caminarlo, y las vueltas a casa dejaron de ser lo que eran.
Pero un día no me quedé diez minutos pensando. Un día directamente conecté todo en mi cabeza ni bien me bajé del colectivo, entusiasmada por mi juego rutinario pero imprevisible, y nada se me ocurrió por más o menos 30 minutos. No se me ocurría ninguna variante nueva para mi recorrido, y no tenía ganas de repetir alguno de los otros y así transformarlos en rutinarios, como pobre el primero. Y me negué tanto a mover un pie más hasta no conseguir una nueva combinación de cuadras que me senté en el piso, totalmente compenetrada en mis pensamientos, y secuestré mis neuronas hasta que alguna descubriera qué hacer.
Pero ninguna parecía resolver nada. Algunas llenaban pizarrones con números, letras y cálculos imposibles de resolver sino por una neurona y se trababan cuando llegaban al final del pizarrón sin ninguna conclusión; otras simplemente se recluían en un rincón, más o menos como estaba yo sentada en la calle y pensaban pensaban pensaban trabajaban. Y nada se les ocurría a esas inútiles neuronas, por lo que les di un descanso, les dejé un recreo haciéndoles prometer que trabajarían más en serio a la vuelta, y tomé la decisión de usar las neuronas de otras cabezas más frescas. Saqué de mi mochila una hoja y las fibras de colores, y dibujé una ayudita para que esas otras neuronas entendieran para qué las necesitaba. La primera señora que pasó por adelante mío no parecía llevarse muy bien con la matemática, pero como era mujer y las mujeres resolvemos laberintos, no le negué la oportunidad de ayudar. "El camino rojo ya lo hice, y el verde y el azul. ¿Podría con el violeta marcarme otra posible opción?" La mujer me observó con tal incertidumbre y desconfianza que no me dieron ganas de insistir. ¿Era verdaderamente tan raro lo que estaba necesitando? Un hombre, un joven pasó por delante mío con cara de estar usando todas sus neuronas a la vez, y era mi oportunidad porque estaban ya entradas en calor, entenderían más rápidamente lo que les preguntara. “… ¿Podría con esta fibra violeta marcarme una opción no recorrida?” El joven tardó en reaccionar, en sacar su vista de su interior y ver mi hoja. “Perdón por interrumpir”, se lo tenía que decir. Y esperé a que se tomara su tiempo y respondiera mi pregunta. Pero se quedó mirando la hoja y empecé a ponerme nerviosa, contestá, contestá, contestame lo que te pregunto. “Dame el marcador”, y se lo di y dibujó derecha una izquierda una derecha una izquierda dos. No pude entender cómo no lo había visto, si estaba ahí dibujado. Es que no me había detenido a mirar el papel, se lo había dejado todo a mis neuronas, de pura memoria. Y le agradecí, yo creo que no lo suficiente, y el joven sonrió y siguió caminando perdido en sus asuntos. Guardé todo en mi mochila y llegué a mi casa, conociendo cosas y casas nuevas, sin inconvenientes. Pero una vez dentro de mi casa, además de todavía sentirme aliviada por haber podido encontrar un camino para volver, temí. Temí, tuve miedo de que ese escape se me estuviera terminando. Tuve miedo de necesitar inventar otra cosa para no volver a caer en la insatisfacción. Y fue ahí cuando me di cuenta de que tenía dos caminos posibles por tomar, en términos abstractos, no se mezclen con los caminos de vuelta a casa. Esos dos caminos eran el de ceder ante la imposibilidad física de nuevas combinaciones de cuadras; o el de entrar en las combinaciones infinitas de cuadras infinitas, incluyendo la posibilidad de caminar manzanas de más.
Y opté por la segunda, abrí todas las posibilidades, elegí llevar la originalidad al extremo y alegrarme porque, aunque más cansada, seguiría llegando a casa con la tranquilidad de saber que pude elegir. |