Yo ya no tenía Las nubes empezaban nada para hacer a cubrir el día y yo ya no tenía. La gente terminaba de bloquearme la vista y poco a poco volvía a quedarme solo. El andén despejado disimulaba su suciedad, pero bastaba con traspasar la línea amarilla y exhibir por unos segundos la cabeza al peligro para descubrir el velo de la simulación. Y nadie molesto parecía por ese engaño. Todo el polvo debajo de la alfombra y nadie molesto parecía. Pero era obvio que así sería. Todo alrededor lo miran y no lo ven. Un par de rezagados del último tren dejaban la estación, y nadie nuevo se acercaba a esperar el próximo. Sólo estaba yo, solamente mi yo mi mente sola.
La estación de la suciedad ahí seguía. Esa sí que no hacía nada: no escapaba del tren que corría avasallador, no esperaba a que viniera otro todavía más apurado, no intentaba llegar primera a la escalera, ni encontrar un asiento vacío. Simplemente yacía sobre las vías, dejándose arrollar. ¿Y yo qué hacía? Algo: esperaba. Que es lo mismo que nada. Pero esperaba. A que ella llegara. Y qué cliché me perseguía. Yo, solo, sentado en una estación, mirando la gente pasar, esperando a una mujer y el hit del verano nace inevitablemente. Pero lamentablemente no había lugar mejor para estar.
Y esa suciedad me perturbaba. Recurría. Suciedad abandonada, dejada de lado, ignorada. Directamente perdía toda su condición de suciedad, ya que nadie se iba a preocupar por limpiarla. ¿Y qué es la suciedad sin limpieza? Lo que una máquina sin escribir, lo que la sal sin el azúcar, lo que yo sin ella, lo que la oscuridad sin la luz, lo que yo sin ella. Y probablemente quizás por ahí eso era lo que la suciedad estaba haciendo: esperarla.
Otro tren. Multitudes. Cómo puede ser que salga tanta gente de esos vagones, tanta gente. Y cuando pensás que ya terminaron sale más gente todavía. Y el timbre suena y la gente traba las puertas. Y el tren se va y la gente no queda satisfecha. ¿Ella? no todavía. Son miles de caras desconocidas y ya las siento a todas familiares. Mi misión consiste en sólo buscar una cara más que conocida, mi cerebro tiene su foto pegada en el corcho principal de su habitación y mis ojos están dispuestos a escanear cada una de esas miles de caras. Pero mientras se distraen. De tantas desconocidas ya todas son conocidas. Ya vi todos los patrones, todos los genes, todas las combinaciones de dos ojos una boca y una nariz y el de ella ya a esta altura se queda pegado a otro que en un momento de lucidez total ni siquiera hubiera notado similar. Y ya este tren me saturó, ya barrí todo y a todos y sé que no está y mis ojos desenfocan completamente o enfocan en una niebla de cuasirostrosfantasmales. Que no me duermen, ni siquiera me duermen.
Mis ojos flotan entonces en esa niebla de realidad distorsionada, rebotan de un círculo a otro y se detienen en el suelo. Llegan al suelo para poder percibir con una nitidez electrónica el polvo retenido en el andén. Polvo retenido en las cosas pegajosas, en las huellas de indeterminados zapatos, en los intersticios entre baldosas, en las grietas de los escalones. Y todo me remite a esa suciedad latente que intento ignorar yo también, pero que evidentemente no puedo dejar de observar. A dónde miro aparece. Pero lo que más me molesta es que no me preocupa la suciedad en sí. No siento asco alguno. Sólo siento una inherente necesidad de limpiarla, de devolverle su dignidad, su identidad, su otra mitad. De completarle su razón de existencia, de llenarle el vacío que al retirarle su opuesto le erosionaron a ella misma. Pero sola sentada en el andén espera a que la completen, espera a que llegue su otra mitad, su razón de ser. Espera eternamente a que se baje de algún vagón de alguno de todos esos trenes y así por fin dejar de estar tan solo. Pero ni ella ni yo lo lograríamos nunca, ninguno de los dos conseguiría su objetivo, ambos terminaríamos por el resto de los años observando la estación, ignorados por la gente, tirados en las vías y pisoteados por un contínuo de trenes desbordados. |