C’est finí. Y con una sonrisa cierro una de las ediciones más gorda de tus cuentos, después de leer y releer uno de los mejores, que en cada una de esas leídas y releídas ha sabido cómo sacarme la misma sonrisa. Vi entonces cómo pasé, paso, y con ansias voy a pasar, mucho tiempo leyéndote, tratando de entenderte, encontrando el momento para citarte y por qué no imitarte (sin dejar de aprenderte). Y fue por todo eso, por la sumatoria de tiempos dedicados a tu persona, que cuando tuve la oportunidad salí corriendo a buscarte.
Viajé hasta la ciudad del amor, la ciudad poesía, la ciudad que todo escritor aficionado quiere habitar, en cuyas calles quiere demostrar que su alma también se puede perder y así absorber un poco de su aire por siglos salpicado de cafés y croissants, para luego encontrarse, frustrarse y levantarse, rodeados de otros tantos como él. Y por supuesto que ahí es donde estabas, ahí es dónde vos también decidiste habitar, aunque no sufriste la misma suerte que la mayoría, logrando formar tu lugar. La ciudad transmitía por sus rincones ese aire particular, y pude imaginarte recorriéndola toda. Te vi levantando hojas secas en otoño de la mano de Horacio, te vi hasta cayendo de una ventana enredado en un estúpido suéter verde, y con suma claridad pude verte lanzando una piedra y tratando de recordar cómo era que se saltaba, en los escalones abandonados de una rayuela que solía llevar al cielo.
Ocupé entonces una habitación con cierto aire vangoghriano, pudiendo imaginármelo a él también (sí, era el aire extraño de la ciudad), sentado en ese mismo escritorio frente a esa misma ventana, retratando la habitación, escribiéndole a su hermano, perdiendo la cabeza. Pero, en fin, mi habitación no sólo absorbía el espíritu de todos los artistas que por esas calles habían caminado, sino que también compartía el orgullo (junto a alunas otras) de encontrarse frente a tu morada, bastándome simplemente abandonar esa ventana y cruzar el Boulevard Raspail para llegar a tocarte el timbre. Y así lo hice. Obviamente no viniste a abrirme, sino que dejaste que fuera a buscarte, que me adentrara a encontrarte parado de espaldas y a tocarte e hombro para sorprenderte y vos fingir esa sorpresa como si no supieras que alguien iba a ir a visitarte ese día. ¡Pero qué bien te escondiste! Como si hubieras sabido derante toda tu vida (sabías) que yo y otros cuantos iríamos a buscarte. Y cómo nos la ibas a hacer fácil, cómo no ibas a dejarnos un último juego, un final del juego. Antes y después, siempre te gustó jugar con y hacer jugar a la gente: irresistible no seguirte la corriente, participar bajo tus reglas, interactuar con otra de tus obras. Y eso es lo que tanto me gusta y nunca va a dejar de asombrarme de vos. De alguna manera, podría decirse, sofisticada, como si fueras un fino Peter Pan, lográs jugar, entretener, burlar y hacer sonreír. Y no me refiero a tus historias, sabés que no. Siempre te esforzaste (o quizás solo creo que te esforzaste porque es a mí a la que me cuesta) por encontrar la historia más sencilla que un hombre pueda sentarse (o pararse) a escribir, y que otro pueda dedicarse a leer. Pero lucís (debo admitir que de esa forma se luce más) tu admirable sintonía mental, la que te hace elegir no sé si las más adecuadas, pero seguro unas sorprendente y exóticamente posicionadas palabras que hacen que tu texto se convierta en oro, imitando a Midas, y sin las cuales ese texto sería una falta de respeto a ese hombre que se ha dedicado a leerte. Pero en fin, no son sólo las palabras y cómo decidís ponerlas, sino el tono chistoso que les agregás, las licencias ortográficas que te tomás, las libertades que te bebés. Y jugás con la gente, jugás con los personajes, jugás con los lectores, y hasta con vos mismo; sacás más de una sonrisa y yo creo que ponés alguna de las tuyas también. Bueno, ponías.
Por suerte para mí, dejaste pistas. Adelante mío pude ver un mapa, que como todo mapa con sus números y referencias me ayudó a encontrar tu nombre. Gracias por no dejar un extenso manual de instrucciones, los odio. De hecho, puedo afirmar que los únicos manuales que este mundo ha logrado hacerme leer han sido los tuyos. Vaya qué sorpresa.
No parecía hacer grandes trucos o ilusiones en el camino. Las calles (según el mapa, hay algunos que mienten) parecían guardar cierta simetría y cada parcela llevaba su numerito. Tu nombre lo encontré bajo el subtítulo de “famosos”, lo que hizo recorrer en mi un relámpago de orgullo nacional, una especie de seña obsena que le hacían mis entrañas al primer mundo, al ver que uno de los nuestros merecía (y mucho mpas que algunos de los suyos) estar bajo ese subtítulo. Y ese relámpago se transformó en completa tormenta cuando volví a entender (caía en raptos de ralismo, o quizás parcial realismo) que pronto te tendría enfrente, más cerca de lo que nunca te he tenido (aunque leyéndote me hayas mostrado parte de tu interior y yo haya dejado que entres en el mio). Pero me concentré y seguí tus consejos. Mis piernas arrastradas por la emoción recordaron cómo les habías enseñado a subir una escalera, y transfirieron sus conocimientos. Sin embargo, no corrieron: se limitaron a dar un paseo lento y sabroso, un poco tenebroso. Caminé por una “calle” enmarcada por todos tus vecinos adormecidos y fingí estar ahí no sólo por vos, sino por muchos de ellos, muchos nombres interesantes. Pasé por la rotonda principal, ubicada en el centro del mapa, la rodeé, me tomé unos cortos segundos de no verdadera atención para observarla y giré a la derecha. Si mal no recordaba, tu número 23 se encontraba en una de las cuatro opciones que tenía adelante mío. Y sólo quedaba leer un par de nombres y apellidos sobre un par de piedras para que quedara sólo leer tu nombre y apellido sobre una piedra, para y verlo y notar qué tipo de tormenta estallaría en mi interior. Por un momento, frente a las cuatro oportunidades, las cuatro puertas, ¿será la puerta número uno? ¿será la número tres? Y qué importaba si podía probarlas todas; por un momento caí en un lapso de completa y no parcial realidad y comprendí que sí, tu cuerpo se hallaría ahí delante, pero no, no lo vería realmente, y no, vos no estarías ahí verdaderamente.
Pero la parcial realidad (que a veces es la que más me gusta) me atrajo de nuevo a sus garras y me emocioné, porque ahí estaba finalmente, a punto de adorar tu tumba (tutumbá) como los cristianos admiran a sus santos y creen que visitándolos y llevándose una parte de ellos, vivirán más completos.
Recordé lo bien, lo completa que leerte me hace sentir, las ganas de escribir que me das. Ganas en realidad de ser mejor, de cumplirme, de ser como vos. De entender qué clase de lío tenías en la cabeza para unir las palabras del modo en el que lo hacías. Y un rayo de angustia atraviesa mi pecho y recorre mi cuerpo entero cada vez que me doy cuenta de que nunca lo sabré, nunca entenderé cual era tu lógica. Pero mi admiración es tan grande que tras ese rayo de angustia suele venir un trueno de esperanza, que no sólo atraviesa sino que permanece rebotando en mi pecho. Una esperanza (que nada tiene que ver con mi apellido) que me hace pensar en que si sigo intentando, quizás pueda escribir aunque sea un texto con tu estilo y entender, por pura empatía, un pedazo del laberinto que ocupa lugar en tu cabeza.
Y ese torrente de emociones, toda esa bolsa de sensaciones e imaginaciones es la que me arrastró a donde estaba en ese momento. Así que abrí los ojos y sonreí, por algunos segundos. Leí las cuatro piedras: tu nombre no estaba en ninguna de ellas, menos tu apellido. Elegí cuatro a mi derecha e hice lo mismo: Julio no estaba a la vista. No me alarmé, los mapas suelen mentir. Empecé a leer todas las placas que se interponían en mi camino, mientras tejía todas las cuadras de esa pequeña y nauseabunda ciudad con un recorrido sinusoidal, de acá para allá, de allá para acá, en sentido vertical, horizontal, diagonal y por qué no, oblicuo. Y ahí me alarmé. Tu nombre no aparecía por ningún lado. Y podría haberle echado la culpa a mi cabeza distraída que podría haber confundido Montmartre con Montparnasse (franceses, muchos montes), si no fuera porque tus instrucciones, tus mapas y tus referencias habían ratificado que te tenías que encontrar ahí. Pero no, esta no, no, ¿y esta?, no, no, una sin nombre, no, no y más nos. Por supuesto que no quise rendirme, no después de tanto palabrerío, pero no estabas ahí. Ni vos, ni tampoco parecía haber alguna otra persona. Algún francés que no se esforzaría en lo más mínimo en entender qué es lo que le quiero decir desde el momento en el que oye mi acento extranjero. Ni siquiera esta ese francés que aunque de poca ayuda, me hubiera hecho sentir que hice algo más. Y sumás otro punto. Julio 3578, Mara 0. Y sí, tus juegos son lo que me encantaba de vos; y si, pensé que por esta vez podía ganarte en uno de esos, o que humildemente te dejarías ganar como un padre primerizo que no quiere enfrentar el hecho de que sus hijos deben atravesar frustraciones por su cuenta.
Volví a intentar: usé la parte más entrenada de mi cerebro, giré el mapa y busqué en la esquina homóloga, me harté y abandoné todo tipo de orden y lógica de rastrilleo, me solté a la deriva de la intución y qué intuición ni qué intuición en ese momento. En fin, giré, giré y giré hasta que todo rastro de luz en ese día se borró, todo rastro de día se esfumó y la noche comenzó a cerrarse. Comprendí a la fuerza que ya era hora de volver a mi habitación y emprendí entonces el regreso, convencida de que te habías perdido en alguna apasionante charla-debate-té en lo de Guy de Maupassant o alguno de tus vecinos, aprovechando todos esos años de admiración e imitación a vaya saber uno ué santos, pudiendo destinar cada uno de estos días de tu después a hablar y perderte al mejor estilo del Club de la Serpiente. Y cómo culparte, si es exactamente lo que yo haría en tu lugar.
Volví convencida de ello, sin querer entender que simplemente te había pasado por al lado y te había negado. Y así fue como nuestro encuentro quedó escrito en una lista de cosas pendientes, en mi lista de razones por las cuales volver a París, junto con pequeños detalles como “entrar al Louvre”; y así fue cómo casi te conozco, casi te saludo y casi te pido un par de consejitos. |