Corazones machacados
Tres cuentos
EL ROCE DE AFRODITA
Tarso detuvo su taxi frente a un semáforo en rojo sobre el carril que no obstruían los microbuses con la gente a racimos desbordándose de las puertas.
Percibió un perfume penetrante a su lado y dejó de masajearse el cuello. Se puso alerta como mastín y distinguió las caderas plenas de una muchacha con una mochilita de Bob Esponja a la espalda, justo en el área donde no caía el cabello húmedo color chocolate.
Eso bastó para que recalara en su mente la emoción que le robó el sueño durante la noche, y que mantenía a raya como podía: el dolor por el alejamiento de Ruth Alejandra.
Sumió el clutch y metió primera al ponerse el verde. Avanzó varios metros con la mente en otro sitio, y desdeñó a una señora como morsa que le hizo la parada batallando con sus bolsas del Aurrerá. Entonces tomó una decisión visceral: partió hacia la casa de Ruth Alejandra, a quince minutos de ahí.
Para ese instante el aura de la muchacha ya se exudaba por los poros de su mente. Y aunque las imágenes evocadas más bien aludían al cuerpo voluptuoso y el cabello pelirrojo rizado, el recuerdo del rostro imperturbable de Ruth Alejandra hizo que un frío desalmado le reptara como geco desde la panza hasta el sitio donde se empantanaba su pasión.
Volanteó para librar los entronques de carros trabados, y alcanzó por instinto los semáforos en verde, haciendo que mucha gente reculara a la banqueta profiriendo mentadas de madre.
Llegó a la calle donde vivía Ruth Alejandra en el tiempo justo en que se despereza una tortuga empeyotada. Vio un reloj rudimentario sobre su muñeca velluda, y calculó que aún faltaría una hora para que “Ella” saliera a su trabajo en la boutique donde modelaba lencería; de modo que apagó el motor y esperó, con la vista clavada en el zaguán verde metálico de la casita con las paredes sin repellar, al lado de una carnicería y un puesto de tacos.
Contrario a lo que se esperaba, Tarso no conoció a Ruth Alejandra en el taxi, donde subía a suficientes damas como para depurar sus técnicas de conquista basadas en rolas trasnochadas; más bien la contactó en una fiesta en San Mateo de los Tejocotes, donde acompañó a su primo Fulgencio y su esposa Nicanora, también de 25 años como él, motivado por la promesa de que le presentarían a una vecina “bien jaladora”.
Pero lo que no esperaba Tarso era que la dichosa amiga con el porte de Morticia llegaría acompañada de Ruth Alejandra, quien para completar su aparición de Afrodita glacial vestía una falda entallada bajo la cual se adivinaba la tanga, y una blusa anudada que no ocultaba el ombligo ni la apostura del escote.
De manera que Tarso bailó unas cuantas melodías por compromiso con Morticia, y el resto de la noche se lo dedicó a Ruth Alejandra, quien no tenía empacho en montarse en su pierna al ritmo de “La del Moño colorado”, ni de pegarse sin tapujos durante el resto de las canciones, mientras Tarso ya se encontraba con el rostro demudado al notar que la musa incluso sonreía al sentir la erección incontrolable adherida a su cuerpo.
Morticia se despidió con el rostro tembloroso al final del baile aquel, y Tarso llevó a su casa a Ruth Alejandra luego de obtener su teléfono con reticencias. Pero no imaginó que al disfrutar del deseo exacerbado de su nuevo admirador, “Ella” repitió lo mismo que las ocasiones cuando permitió los manoseos solapados de otros galanes ocasionales.
De modo que Tarso llegó a su casa y aplacó los ladridos de su perro “Chivigón” para que no despertara a sus padres. Luego se metió al baño y desahogó el deseo reprimido en una masturbación que hasta le dejó las piernas temblorosas. Y apenas trascurridas unas seis horas de sueño, cometió la imprudencia de marcar a la casa de Ruth Alejandra, quien primero seguía dormida y en la segunda llamada ya había salido al trabajo.
En la noche Tarso volvió al asedio desde un teléfono público, hasta que al fin le contestó Ruh Alejandra, quien acababa de llegar pero ya le andaba por ir al baño, por lo que le pidió “porfa” que le hablara al otro día.
Esa fue la tónica de la semana, hasta que Ruth Alejandra aceptó salir con Tarso a ver la película Titanic, tras la cual la muchacha acabó con la imagen de Dicaprio adherida como estampilla en las pupilas, por lo que no pudo evitar un mohín de menosprecio al voltear hacia el rostro incondicional y compungido de Tarso.
Quizá por eso Ruth Alejandra ya no aceptó ir a las pizzas y le pidió a Tarso que la llevara a su casa, pues “se sentía incómoda”. Y tal vez por lo mismo ella no contestó las llamadas del hombre que le dio una probadita a las visiones del Dante al sobrevivir a los días tormentosos en que lidió como pudo con el recuerdo lúbrico de Ruth Alejandra.
Tarso parpadeó para desprenderse del marasmo de recuerdos en que estaba, justo cuando vio que se abría la puerta del zaguán y emergía la imagen resplandeciente de Ruth Alejandra.
El pretendiente salió del vocho casi como robot, azotó la portezuela y avanzó a paso veloz hacia la mujer, quien al descubrirlo se llevó la mano a la frente y frunció la boca de labios anchos remarcados por el bilé.
El carnicero a un lado de la casa de Ruth Alejandra respiró con alivio al comprobar que el tipo que desde hacía rato asociara con un asaltante más bien era una víctima del amor; de manera que de la aprensión pasó a la curiosidad. Aunque no fue nada grata la estampa del individuo desgarbado como títere sin hilos, que juntaba las manos en un gesto de súplica ante la diosa indignada, quien le pedía “porfa” que ya no le hablara a su casa para no molestar más a sus padres; que ella le llamaría en cuanto tuviera tiempo.
Pero duraría varios minutos la escena que igual llamó la atención del taquero cercano, para quien la figura esplendorosa de Ruth Alejandra le era tan inasequible como la miel a los gusanos. De modo que después de un tiempo ella se exasperó al confirmar por enésima vez la hora en un reloj de pulsera que recién le regalara un admirador en la boutique.
Tal vez por eso Ruth Alejandra manoteó violenta y se alejó a zancadas de Tarso, quien permaneció con los brazos como desencajados mientras se desparramaba un frío ártico entre los pedazos machacados de su corazón.
REFUGIO
Pablo conoció a Refugio cuando aún era niño y su mundo se regía por las televisiones de bulbos y los tocadiscos de agujas rudimentarias. Se trataba de la amante de veinte cumplidos de su abuelo Saulo, “un viejo” de cuarenta y cinco.
Sólo hasta que Saulo en verdad parecía su abuelo y no su padre, el muchacho evocaría la imagen más clara que tenía de Refugio: una mujer con vestidos de flores y el cabello largo enmarcando las facciones de madona medieval.
Pero antes de ser el segundo frente de Saulo, aquella hembra de cepa era la puta más socorrida de un tugurio aledaño a San Bartolo de los Tepozanes, donde a Saulo le bastaron unas horas de pasión para decidirse a ponerle casa.
El deseo que trastocó los sentidos de Saulo declinaría hasta ser una dependencia emocional llamada “brujería” por los demás habitantes de San Bartolo, con la abuela Chayito al frente.
Porque no se podía explicar de otra forma que el mujeriego más insigne del valle de repente adoptara una monogamia peculiar con respecto a Chayito, y otra con Refugio.
Por entonces Chayito ya batallaba lo suficiente tratando de criar al resto de los vástagos que aún no se casaban, así que tuvo un cierto alivio ante la certeza de que Saulo “nada más” la engañaba con una mujer y no con media caterva de “viejas calenturientas”.
Refugio vertería en Pablo el cariño guardado para unos hijos que no pudo engendrar. Y por eso siempre lo recibiría con golosinas y muñecos de plástico cada vez que aparecía al lado de Saulo en la cabañita estigmatizada a las orillas de San Bartolo.
En el decurso de los años Pablo reflexionaría sobre la extraña relación de su abuelo con Refugio, declarándose incapaz de entender la aquiescencia de todos ante esos vínculos “tan normales”, que incluso el sacerdote de planta no tenía problemas para darles la comunión a Chayito y Refugio, quienes hasta se saludaban a regañadientes al término de las misas.
Sin embargo Pablo aún no estaba preparado para los hechos que se darían cuando él tenía 17 y Refugio 31 años…
Por aquellas fechas sus padres ya vivían en la ciudad, y él en ocasiones visitaba a la parentela que persistió en arrancarle mazorcas a la tierra.
De modo que un sábado pretendió caerles de sorpresa a sus familiares, y fue detenido a la orilla de un camino pedregoso por varios individuos retacados en una “troca” inundada con los acordes de “Los Tejones del Bajío”.
Del vehículo frenado a la mala descendieron dos pelones ya a medios chiles que le escupieron insultos irónicos recrudecidos al ver su actitud altiva.
Pablo no se aguantó y les mentó su madre, provocando que se soltaran tirando fregadazos y patadas hasta dejarlo en el suelo, con todo y mochila que no tuvo tiempo ni de quitarse.
Pablo aún se mantuvo unos minutos ovillado cuando los sujetos se largaron. Tenía la cara sangrante y una ira que le anudaba las tripas. Se incorporó cauteloso y confirmó que no tenía nada roto. Después tomó una decisión absurda: no podía llegar así ante los abuelos, por lo que prefirió pasar con Refugio para que le ayudara.
La mujer lo recibiría espantada media hora después, y se dedicaría a deslizarle trozos de algodón con alcohol por el rostro, escrutándolo en busca de heridas más graves.
El sol ya se ocultaba tras unas lomas erizadas de pinos cuando determinaron que sólo estaba “medio magullado”, por lo que Pablo quiso retirarse para ver si alcanzaba algún camión a la ciudad.
Refugio se indignó y le dijo que se quedara hasta la mañana siguiente, que “a poco tenía miedo de que le fuera a pasar algo”.
Pablo accedió después de unos segundos de incertidumbre, y una hora después la acompañó a cenar iniciando una conversación que se alargó hasta medianoche en la intimidad de la cocinita.
Sólo entonces Pablo se enteró de varios aspectos insospechados en la vida de Refugio: su huida del hogar a los quince años para no compartir el lecho paterno como ocurriera con sus hermanas ante la pasividad de su madre; la ayuda de una mujer que resultó ser la dueña de una casa de citas; su determinación de “entrarle a la chamba” y su posterior encuentro con Saulo, quien los últimos meses sólo la visitaba los días de guardar.
Terminaron la última taza de café y ella se incorporó para irse a dormir, reiterándole sobre la comodidad del sofá cama dispuesto en la sala junto a suficientes cobijas como para embalsamar a un oso trasquilado.
Lo que descontroló a Pablo fue cuando ella escudriñó sus ojos luego de pasarle la mano por la mejilla, besándolo en el pómulo tumefacto y después en los labios madreados.
Mucho después Pablo aún consideraría parte del sueño cuando fue despertado por un cuerpo desnudo bajo las frazadas, mientras la voz dulce de Refugio le susurraba palabras tiernas, y sus manos descendían con lentitud por su abdomen ante el desquiciamiento súbito de su corazón.
GAMALIEL Y LA ESTUDIANTINA
Si algo me desagrada es el día de las madres. No es que sea blasfemo, sino que en la estudiantina donde mis padres me metieron a la mala recorremos media ciudad para darle las mañanitas a las jefas de todos. De tal suerte que llegamos a Caltongo, cantamos rápido dos rolas, y seguimos a Tejomulco, y de ahí a San Lorenzo, y a San Gregorio, y a…
No es que tenga nada contra los cantantes del Virreinato, pero hasta calambres me dan nada más de acordarme de las calzas bombachas, el gorrito repleto de tiliches y los colores rompe-retinas que llevo cada domingo.
Indagué por ahí y supe que los afanes puristas de mis padres echaron sus raíces desde que estudiaban en escuelas de monjas. Y que se enamoraron cuando mi padre deslumbró a mi madre en una de las serenatas que se dan en los callejones sofocantes de Guanajuato durante el Cervantino.
Para ser francos, he ido al dichoso festival por pura curiosidad y sólo encontré hordas de muchachos del Bajío en busca del desmadre. Los famosos eventos culturales son vistos nomás por abuelitos nostálgicos o intelectuales.
Ahora que esto de andar viendo madres los diez de mayo tiene sus ventajas: hay gente que nos da buenas propinas “para la gasolina” y se obtiene una referencia decente para después visitar a las muchachas que por ahí aparecen todas desmañadas y cubiertas apenas con unas batas que fácil ceden a las argucias de la imaginación.
Justamente así conocí a mi novia Gertrudis, cuyo nombre es inversamente proporcional a la generosidad de sus curvas, por lo que a veces prefiero llamarla como su mamá: Yery, que suena más cool, como ella misma dice.
Ocurrió una ocasión en que ya todos desmadrados sorteábamos varias decurias de briagos que parecían no tener madre, y al final dimos con una casa en lo más inhóspito de San Lucas. Fue Gertrudis quien nos abrió el zaguán, pues ya le había avisado su carnal Tito, el de la mandolina. Sobra decir que nada más ver su estampa de virgen renacentista hasta el frío se me quitó. Fue ahí cuando asumí una pose diplomática y me presenté, clavando mi vista de náufrago en los ojos claros de la musa, quien sonrió nerviosa ante la presión que le hice a su mano casta al saludarla.
Como era el último sitio que visitábamos, cantamos casi media hora. Y debo aclarar que nunca como entonces entoné con tal inspiración las letras de las rolas insípidas que en esos instantes me dieron escalofríos: “júrame, que aunque pase mucho tiempo, no olvidarás el momento en que yo te conocí… reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer…” ¡Ahhhhhh, el amor, el amor…!
Bueno, pues el caso es que luego de la cantadera nos invitaron a tomarnos un cafecito desabrido que hizo otra de las niñas, y media hora después salí de ahí con la panza caliente y con un número de celular que garabateé en la barriga de la Venus de Milo de unos cerillos clásicos como si fuera la clave de una caja fuerte… Lo demás fue cuestión de persistencia y disciplina.
Otra cosa: Gertrudis es más religiosa que mi mamá y se la pasa los fines de semana dando el catecismo. Y como luego de unos meses nos hicimos novios, pues aquí me tienen, escoltándola hasta las iglesias donde la esperan un montón de chiquillos que recitan como trabalenguas las oraciones y los Misterios.¿Qué se le va a hacer…? ¡Arghhh el amor, el amor…!
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