En la penumbra de la celda podía vislumbrarse el cuerpo encogido de Juan, en posición fetal sobre un camastro. El sueño inquieto hacía evidente que sufría una terrible pesadilla. En oleadas interminables recreaba una y otra vez el crimen cometido. En un acto de furia y demencia que ahora no podía explicar acuchilló ocho veces a su esposa, tras enterarse, sin mayores pruebas, que lo engañaba con otro hombre. Despertaba empapado en transpiración y hacía esfuerzos por no volver a dormirse.
Y el ciclo volvía nuevamente. La situación venía repitiéndose durante varias semanas.
Al borde de la locura, decidió enviar una petición al jefe de la prisión: “Señor Alcaide, ruego a usted, encarecidamente, prohibir a partir de esta fecha, y en uso de mis derechos como reo, la visita diaria de mi esposa.”