Simón
Por: Samuel Soto Bosques

En una tarde fresca de abril enterramos a Simón. Tenía la edad suficiente para morir. Así que aprovechó la salida de un camión de carga y se atravesó en medio de la vía.
No hubo llanto ni lamentos. El maduro Simón vivía solo, la mayor de las veces a expensas de la caridad ajena. Sus fanáticos se hacían cada vez más escasos, conforme no podía pagarles tragos.

Al partir no dejó nada. Sólo un suspiro de alivio en sus familiares y una estrujada carta con dos líneas. Quería que lo enterrarán bajo el flamboyan del cementerio y que yo lo visitara para cantarle Verde Luz, la canción del Topo.

Sólo una vez llegué al flamboyan. Cuando sacaba mi guitarra preparándome para cantar, un silbido que provenía de arriba me llamo la atención. Subí la mirada y lo observé meciéndose en una de las ramas intermedias del árbol. Con su caneca de pitorro en mano desentonando, descalzo y andrajoso como siempre, allí estaba Simón.

Sonreí. - Este no necesita que le canten, me dije. Me alejé contento de saberlo feliz con su muerte.