Relato incluido en la antología "12 Rounds" (editorial Lea, 2012, Argentina)
… yo les digo Más respeto, que yo lo puse nocaut en el 10 al Loro Acuña, que venía invicto del Unidos de Urquiza. Pero no. Ellos igual se me cagan de risa. Y me dicen Pero dale, Cacho de Fierro, dale que ya casi son las 9 y hoy hay festival en el galpón. Entonces, se me viene a la cabeza la imagen de las medialunas con crema pastelera de la panadería de al lado, que yo no puedo comer por la diabetes pero que ellos compran igual. Y yo a veces me hago un poquito el remolón, porque está bueno hacerse desear. Que pidan por uno. Yo ya me retiré, les digo. Pero les importa lo más mínimo y ahí es cuando empiezan a cantar el Tata tatatá tata tatatá y me dicen Dale Rocky, que hoy si no lo bajás no te comés el Danonino. Y siguen con el Tata tatatá, aunque a veces les miro la boca y los muy turros la tienen cerrada. Me toman el pelo, estoy seguro. Pero esos son los momentos en los que me pregunto si es verdad que cada tanto me cantan la cancioncita. O será como esa vez en la que se me apareció Martiniano Pereyra a los pies de la cama, y éstos me juraron que lo único que a mí se pone adelante es la botella de Cinzano.
Pero yo lo vi a Martiniano. Lo vi levantar el puño derecho y girar el pie como patinando, armando el semicírculo con el que acompañaba el roscazo, para después decirme algo. Pero yo no lo entiendo y tampoco puedo decirle algo. Porque para cuando suelto el primer ruido él ya no está. Sale rajando del edificio antes de que yo termine de decirle Hoolllaaa Mmmaaarrrtiniaaaano. Sale con el mismo apuro con el que éstos me dan vuelta y se empiezan a putear entre sí ni bien se manchan con el primer sorete. Yo les juro que siempre les quiero avisar, pero los herejes nunca me dan el tiempo y después se cobran la macana arrancándome los pendejos del pito. Para cuando entienden Mmmeeessss toooyyy Caggganndd ya tienen las manos untadas de mierda porque no alcanzaron a darme vuelta. Y yo un poco me río, porque los choricitos de caquita les quedan hasta abajo de las uñas, pero me río para adentro porque si me escuchan éstos son capaces de hacerme la del Rengo Palacios, que duerme al lado. Que un día se tuvo que clavar unas buenas cucharadas soperas de colitis. A ver, hacé buche, Batigol, le decían los hijos de puta. Todo porque una vez contó que jugó algún picado, un solteros contra casados, con el Pocho Pianetti, ese wing derecho que la reventaba en el Boca de Di Stéfano y ahora cuida una cochera en San Telmo. Hacé buche que la placa bacteriana es jodida, le decían, y si no te cuidás se te va a picar la dentadura postiza.
Ellos a veces lo recuerdan y, ya que está, me lo hacen acordar. Y cuando lo hacen, como saben que a mí el colitis me retuerce un poquito las tripas, se ríen con la boca de costado, tipo Francella, con la trompa hecha un triangulito; la misma jeta que le puse a Luis García el día que le dejé el hueso del tabique sobresaliéndole de la carne. 1968. Un buen caracú para el estofado de la doña, le chisté, y lo saludé con un cortito de derecha. Justo para vos, que andás falto de jugo de olla, me contestó. Porque el Lucho era así. Más rápido con la lengua que con los guantes el muy desgraciado.
Esa noche también sonó el Tata tatatá tata tatatá. No me digan que no. Ellos me discuten por discutir, porque estoy seguro que en esa época ni siquiera habían nacido. A lo sumo estarían rascándose el ovillo en el huevo izquierdo de alguno de sus padres. O de los negros que les abrían de par en par las argollas a sus madres. Ahora me acuerdo del programa de Susana Giménez, que había invitado al Roña Castro, y la mina le dice Cuántos hijos tenés, Jorge, y el Roña le dice, no sé, quince, y la boluda le sacude ¿Todos con la misma? y el Roña, mirándose la bragueta del vaquero que le marca bien el ganso le dice Sí, Susana, todos con la misma, y se larga a reír solo. Porque claro: Susana no entendió ni entenderá jamás el chiste. ¿Por qué te creés que la fajaba Monzón? Porque Susana no entendía los chistes. Y una mina sin humor es como un perro que no ladra. No sirve ni para espiar. Entonces, hay que usarla de sparring.
Ahí el Roña se mereció la música de Rocky campeón. Y escucharla bien fuerte como la escuché yo cuando el directo de zurda que saqué en seco, casi desde el pecho, le rajó la cara al Lucho García. Cómo olvidar el ruido; ese crujido como el que hace la rama del eucalipto cuando se quiebra… Y a todos saludando al hueso de pollo que le saqué a ventilar al Lucho de la cara. Hasta esa gorda que lanzó los ravioles con crema ni bien la salpicó la primera gota de sangre. Ellos no estaban y no pudieron verme llorar de risa como ahora, cuando los veo enrollarse los dedos con papel higiénico y luego ponerse en fila para aflojarme los soretes que todavía me quedan pegados al cuerpo. Mirá cómo le tiembla el agujero del culo, dice uno. Es como Susana: no entiende los chistes. O mejor dicho, apenas se sabe dos chistes: precisamente el de mi ojete eléctrico y otro que dice De todos los que tuvimos hasta ahora, chicos, éste es el primer viejo con un upite que te guiña el ojo. Fijate el tapón de pileta olímpica que largó: sino le enchufamos un par de enemas se nos va a morir Papá Pitufo, y en un mes no va a venir más Pitufina a pagar la cuota. Chau a ese hermoso cometrapo, muchachos.
Pero yo sé que me queda más de un mes. Mucho más. Y aunque un boludo me gaste, yo sé que en el fondo todos quieren que ningún cascote de mierda me termine de atorar y me pase para el otro lado. Pero a mí no hay lechuza que me tape el agujero. Yo puedo aguantar desde las ganas de mear hasta que se me descosa la panza porque hace días que no pico un paté. O las manos, que con los fríos más bravos me hormiguean como si estuviesen congeladas. Yo puedo aguantar a mi nieta, a Pitufina, como le dicen estos pajeros a dos manos, chupándole los dedos al que un rato antes me estuvo deshaciendo las bolitas de caca que amaso cuando, ya sabés, no llego a ponerme boca arriba y a pedir la chata.
Por eso todavía me eligen. Porque como dijo uno desde que entré acá Me parece que Ismael todavía se la banca. Y claro que sí. Yo hubiese podido hasta con Locche, pero en ese momento se cruzó un fifí del Almagro Boxing Club que dijo No, estos dos no. Y me dejó sin el terrenito. ¿Te conté que siempre quise tener una calesita de animales? A veces sueño con caballos de plástico…
El fifí dijo que no porque yo era zurdo. Que ya conocía el truco de los diestros cuando dan el pasito al costado y, una vez que pasaste bien de largo, te ponen un castañazo en la pera. No me querían porque Locche no sabía pegar. Y yo sólo sabía recibir ¿se entiende? Era armar una pelea para que la gente se calentara y terminara prendiendo fuego el ring. Che, no se puede juntar al que no pega con el que más aguanta, me dijo Nicolino. Bueno, entonces yo te amago y vos te tirás de cabeza, lo primerié. Se rió como Francella.
Ellos a veces me preguntan por Nicolino, y si es verdad que se tomaba hasta la presión. Yo digo que no, que ayer lo vi y andaba lo más bien. Y no digo nada más, porque jamás fui alcahuete de nadie. Yo, en cambio, me tomaba todo el moscato calladito la boca. Y calladito la boca me cojía a todas las “ina”. Todas en cuatro, porque si hay algo que siempre me gustó, bueno, eso es ver en primera fila como la verga les entra y les sale. Como si estuviese en un cine condicionado. ¿Es condicionado a acondicionado? Nunca me queda claro. Es como el sartén o la sartén. ¿Es el sartén o la sartén? Y todas las “ina” me decían Despacio Cacho, que el motor recién está en marcha y vos ya querés salir arando a lo Chueco Fangio. A lo Aguilucho Gálvez querrás decir, las corregía. Pero yo no las esperaba nada: las clavaba como una chapa. Para que no se vuelen. A las “ina” parecía que hasta los mocos se les iban a salir para afuera. Algunas apretaban los talones contra el piso de un modo que, no te miento, parecía que iban a levantar las baldosas hasta clavar las patas en la tierra. A esas yo les decía Las Sembradoras. Porque amagaban un trote con los tobillos y rajuñaban el suelo como queriendo plantar algo. Algún trigo. Un maíz. Quizá una alfalfa. No sé. Adelina. Betina. Serafina. Paulina. Ernestina. Celina. Las que mejor galopan son las que tienen nombres que terminan con “ina”, Ismael, me secreteó una noche de guiso de lentejas el caradura de Celestino Pinto.
Y yo, como buen boludo, al principio no le creí. Por qué, te dirás vos. Porque Celestino era muy lindo. Como Cirilo Gil, ¿te acordás? Qué garrón comerse una apendicitis cuando ya casi tenés la medalla olímpica en la mano… Pero Celestino tenía razón y era una delicia sentir cómo esa cosa suave se les abría, a veces raspando, como cuando uno trata de meter el corcho adentro de una botella de sidra, y otras con suavidad, como quien separa los labios de la más húmeda de las bocas. Después de la primera estocada, todas reaccionaban igual: empezaban a retozar como yeguas en celo. Medio que se querían escapar y ahí uno tenía que pasarles la mano por el lomo para después bajar por los sobacos hasta manotearles las tetas. Bien fuerte. Porque para las “ina” las tetas son lo que el freno para los ponys. Donde les cerrás las manos en los pezones, te juro que enseguida dejan de corcovear. Y ahí, una vez que se quedan quietitas y dejan de amagar alguna que otra patadita, recién ahí, te permiten marcar el paso. Porque como a toda buena montura, les encanta el jinete que las sabe hacer desfilar. Y yo, que porque soy alto casi estuve en los granaderos de San Martín, por supuesto que sé hacerlas lucir lo mejor posible.
¿Vos cojiendo?, me dijo uno de ellos, mientras me encintaba los guantes. Como vos jamás pudiste, pendejo, pensé. Como cuando vivías con tu mamá en esa casa chiquitita, ¿te acordás? Y vos lo escuchabas. Al novio de tu vieja chupando algo como quien chupa un caramelo, con gusto, aunque vos sabías que no era un mediahora lo que estaba relamiendo, sino las tetas caídas, medio secas, de mamá. Porque mami había tenido cinco hijos y los pezones se le habían arrugado hasta quedarles como el filtro pisoteado de un Particulares 30. Los escuchabas y se te aparecían los dos en la cabeza, sobre todo ese tipo que tenía toda la leche para hacer hermanos que no serían tus hermanos. El chistido de la lengua lamiendo como si fuera un helado de sambayón. Lo veías ponerse encima de tu vieja y a ella chupándole el dedo gordo de la mano; ese dedo-tarugo engordado de tanto ajustar tuercas y cambiar llantas en la gomería, mientras mamá con una mano le amasaba la carne de telaraña que le ataja los huevos. Y a la verga, que ya está dura como una tosca, nene. ¿Los ves? Se la quiere meter por al ombligo al grito de “no llamés a los bomberos, acá tenés el matafuego”. Pero ella se la endereza con la mano y se la apoya en la hendija. Él la tiene re grande: vos lo viste un día que se bañó en tu casa. Y bien gruesa. No como vos, que tenés una lapicerita como la que tenía tu papá, que siempre se iba en seco, y obligaba a mami a terminar durmiéndose caliente o hamacándose en el baño sobre el mango del secador de pelo.
Sí, él la tiene grande y gruesa como un burro, y se la empieza a meter pero a mamá no le entra. Está muy dura, che, se queja ella. Pero él no dice nada: le sigue sacando brillo al botoncito lechero de tu vieja con la misma lengua áspera con la que, cuando se queda a cenar, levanta todas las migas de pan de la mesa. Está muy dura. Y vos te la imaginás así: puerteando. Y no te das cuenta, pero a vos también se te puso duro el manicito. Te llevás la mano abajo del calzoncillito que te regaló la abuela para la Comunión y te hacés la pielcita para atrás. ¡Uy, pero qué caliente está ese cubanito, nene! Mamá respira pesado en la pieza de al lado. Resopla como si estuviese cambiando el aire en un partido de fútbol 5. Ya le entró la cabeza y él no piensa quedarse piola hasta que la mitad le raspe el útero. Te movés la pielcita más rápido. Mami se queja, como si alguien le estuviera contando algo triste que casi casi la hace llorar. Y a vos eso te sube todavía más el calorcito. Se sienten los resortes de al lado, como cuando vos y tus hermanos saltan para ver quién toca primero el techo. Ñiqui ñiqui ñiqui ñiqui. Ahora los resortes que suenan son los de tu colchón, pibe. Lo de mami ya es un llorisqueo. Le adivinás la morisqueta a tu vieja y la frente transpirada al tipo, que se muerde los labios, multiplica mentalmente 2 x 2 = 4 x 2 = 8 x 2 = 16 x 2 = 32, una y otra vez, para no llenarle la panza de guasca. Como también hacés vos, que con esas dos gotas de lechita que escupe tu pistolita no querés manchar las sábanas que te trajo Papanuel.
¿Ahora sí me ves cojiendo, pendejo? Apretame bien las cintas y callate, ¿querés? En todo eso pienso. En un minuto. Mientras uno de ellos termina de calzarme los guantes en el baño y luego me tapa la cabeza con un toallón. Después me llevan entre cuatro, a los empujones, aunque yo les hago señas de que puedo caminar sin problemas. Claro que puedo caminar. Y también levantar los brazos. Y también rebotar en los talones. Con ese saltito que tanto sorprendió al Chato Gómez. Porque él era el campeón sudamericano y no sé que ocho cuartos. Pero a mí no me importó que calzara 43, y en el pesaje me hiciera señas con la verga en la mano para hacerme creer que él era el más macho de los dos. Porque yo sabía bien que no lo era. Que al paraguayo le gustaba que le llenaran el tubo con vitina. Le encantaba la sémola al guaraní. Así que ahí nomás, en la balanza, le tiré: Una así pero bien parada te metiste adentro anoche, pipo. Y se me vino al humo, como indio que se une al malón. Me dijo Te voy a enseñar lo que es un sanguche de muelas. Y yo le dije Hacémelo con mayonesa. Y él me dijo Te van a faltar colmillos para clavarle al pan. A lo que yo contesté A vos hace rato que te los limaron a fuerza de tanta tripa gorda. Y ahí nomás me cruzó un zurdazo. Nunca me reí tanto en la vida.
No mintió el paragua: me dejó el comedor hecho un desastre. Pero nunca me caí. Ni una vez. Al contrario, con la primera que me dobló, y con la boca haciendo buches de sangre, alcancé a decirle A mí ningún Carlitos me pone en cuatro como a vos, chatito. Yo soy de los que doman a las potrancas bravas como vos. ¡Para qué! Revoleaba piñas más rápido que la hélice de un helicótero. Dos ganchos, uno atrás del otro, me colgó en la pera. Pero seguí y seguí. Toreándolo con la cabeza. Comiéndome todos los chirlos hasta que en un momento desarmé toda la guardia y me le planté con la nariz. Encaré todo lo que me tiró. Hasta rodillazos. Pero jamás rocé la lona y el paraguayo, a medida que pasaron las campanas, empezó a llorisquear. Caete, hijo de puta, me decía. Caete. Esa noche de julio de 1969 dejé de ser Ismael. Hugo Ismael Alarcón. Y pasé a ser Cacho de Fierro. El gran Cacho.
Después vino el salteño Nuñez, que había sido policía y tenía fama de entrenar en los calabozos, cagándose a piñas con los presos más grandotes. 1970. Y un tal Firmapaz, que andaba para todos lados con una novia gorda que después resultó ser la hermana. A todos les aguanté la mano y los empellones con el Tata tatatá tata tatatá en la cabeza, y aprovechando las enredadas de brazos para meter algún que otro bocadillo. Che, Nuñez, ¿tu viejo sigue en cana por afanarse una gallina? Che, Firmapaz, si tu hermana sigue con ese problemita para cagar, te aviso que tengo un amigo tucumano que hace maravillas con la caña de azúcar. Y la gente, que a la par se lastimaba las manos aplaudiendo palizas recibidas que me hicieron gigante.
Así, así, así hasta que un día fui y señé el terrenito para poner la calesita, ahí en Caballito. Soñaba con caballos de plástico ¿te lo dije? Porque siempre me gustaron los animales. Pero más los que se dejan pasear, porque esos son los que gustan de las personas. Lo miran a uno a los ojos y te reconocen como un par. No hay amos ni mascotas: ahí hay una compañía que se disfruta. Hay una confianza que nace y se hace grande a través de esos dos que se miran y se reconocen. Todo lo demás, te lo juro, es mentira.
Pero también ahí tenés un problema porque ¿cómo hacés para tener siempre esa compañía si lo que hermana es la libertad? Por eso yo me cago en los zoológicos. No voy más porque las últimas veces que fui terminé tirando apercats con los cuidadores. Y yo tengo la zurda prohibida por ser boxeador. Por eso la calesita. Para levantarme a la mañana y saludar a las bestias con un chiflido de esos que pegan en la selva. Como un Tarzán, pero que en vez de África el tipo vive en Caballito. Y al calor del solcito mañanero repasa a sus fieras. Las acaricia. Le mira los colmillos al elefante para ver que no tenga caries. Abraza a la cebra para que tome agua y aprenda a no patear. Sí. Junto con el aplauso que me hizo el más grande siempre estuvo esto de poner a andar la calesita. Para después abrirla para los pibes ¿viste? Para que le pierdan miedo al puma, al ciervo, a la jirafa. Que charlen conmigo. Para que aprendan cosas. Que no es lo mismo un burro que una mula. Que el guepardo tiene un pique que le gana al Torino. Que lo que tiene el rinoceronte en el hocico no es un cuerno sino un pelo duro como la uña de cualquier mina. Que es mentira que los canguros son boxeadores. Y que los boxeadores nos terminamos volviendo canguros.
Por eso siempre guardaba las monedas. De a centavos me compré el terrenito. Después encargué los animales y estuve ahí hasta que nacieron. Y todos fueron como yo los esperaba. Yo dije No es así el ojo del burro. No es así la boca de los leones. No es así el cuerno del antílope. ¿Y cómo es el cuerno entonces?, me dijo el tarado que los hacía. Como el de tu viejo, le dije. Conseguí una Ford, los cargué a todos en la caja, y me los llevé a casa. Al otro día, los animales no estaban. Tampoco las maderas y las luces para la calesita. Sólo me quedó el terrenito. Para patear los yuyos y putear con las hormigas. Para juntar las chapas de los vecinos y esperar. A que alguien me diga Cacho, vi tu calesita, está llena de pibes y dando vueltas en Almagro. No sabés, apareció en el triángulo de Bernal y todos los animales iban cargados de chicos y la música sonaba bien fuerte. Esperé, pero nadie vino a decirme que la vieron andando o que un mono de fantasía apareció tirado en una zanja de Lavallol. Esperé. Hasta que se ve que esperé demasiado. Y un día llegó la ambulancia. Y al otro me despertaron ellos.
Lo único bueno es que nadie jamás me negó que yo soy yo. Un titán, o sea. Porque, no sé si te dije, yo fui tan grande que hasta Tito Lectoure me armó una rifa para darme unos mangos cuando caí en la mala. Eso no se lo hizo ni a Monzón. Pero éstos no lo saben. Qué van a saber. Ellos se creen que ahora, de viejo, los que me ponen adelante me van a bajar. Que haberme conseguido a unos cuantos con menos años para que me fajen en un galpón me puede llegar a ablandar. Por eso yo no quiero la guita. Fffuuummenselaaa usstedddesss, les digo. A mí déjenme el terrenito. Y ellos se cagan de risa, como los diez o quince que se sientan en ronda y a la par de los sopapos nos revolean con pañales recién cagados o bolsas con suero. Todos con esos guardapolvos. Pero a mí no me importa: éstos no saben lo que es correr una vuelta a la manzana. Apenas si sirven para limpiarme mal la mierda. Bañarme después de los 5 rounds y traerme las facturas con crema pastelera. Y a la semana vuelta otra vez a los guantes, los empujones, los rivales que a veces se caen solos por más que se hagan los Cirilo Gil o los Horacio Acavallo. Y los guardapolvos que aplauden a nuestro alrededor. Algunos hasta hacen como que se sacan el sombrero en reverencia cuando el que tengo enfrente se dobla de cansancio.
Yo se las hago peor: pongo las manos a un costado y les hago jueguito con el cogote y la cabeza. El bamboleo de la gallina clueca. ¡Hay que ver cómo se raya el rival que tenés enfrente! Se olvidan que son viejos y que, como a mí, también me duelen los codos y los hombros y los talones los días de lluvia. Vuelan los castañazos en el ring mugriento. En un galpón con olor a meada y por guita que después se llevan otros. Que acá, claro, se encanutan los guardapolvos, a los que nuestras familias, esos hijos malparidos que uno tendría que haber tirado al inodoro como cualquier paja, todos los meses les dejan unos buenos mangos para que nos cuiden. Nos calienten las patas hasta que no haya más que calentar. Pero a mí eso tanto no me importa, porque a mí nunca me gustó que me cuiden.
Por eso no se me mueve una pestaña cuando éstos se amasan el fideo en el baño porque saben que viene Pitufina a pagar la cuota. No importa que me muestren como les termina quedando la verga, así, semiparada, y que después se suban la bragueta de un tirón cosa que les quede más bulto abajo del pantalón. Porque ella es chicata, vos me entendés. Pero ellos no lo saben. Claro, es chicata pero no boluda. ¿O por qué te pensás que se manda una tanga negra abajo de una calza blanca? ¿porque hace gimnasia? No. La única gimnasia que ella practica es conmigo. Cuando se acerca al borde de la cama y me dice Abuelo, pregunta mamá cuánto te falta para morirte, porque anda con un problemita, una silicona encapsulada en una teta, y le alcanzaría justo con lo que vale la parcela de Caballito. O me dice ¿Cómo me veo? Esta es la ventaja de tener un amigo médico, abuelo: así no hay forro roto ni embarazo que valga. Y luego se baja el corpiño. Me acaricia la frente con un pezón. Después juega con mis manos. Si se te pusiera como tenés el dedo gordo, abuelo. Y empieza a jugar con las mangueritas. ¿Qué pasa si aprieto acá? ¿Conecto o desconecto? ¿Para qué sirve este botón? A que te pincho la bolsita… Sólo cuando empiezo a abrir la boca larga la risa y me presta atención.
Mmmmartiniaaaaannno, grito. Martiniano. Hasta que aparece. A los pies de la cama. Martiniano Pereyra. Pantalón negro y párpados con vaselina. Levanta el puño derecho y gira el pie como patinando, armando el semicírculo con el que acompañaba el roscazo, para después decirme algo. Pero yo no lo entiendo. Otra vez. Y ella que me dice ¿A quién mirás? Y se acomoda los breteles. Suelta la manguerita. Otra vez, viejo de mierda, me saluda. Se levanta la tanga hasta hacerla desaparecer en su culo y encara la puerta. Del otro lado del vidrio la espera uno de ellos. El que más putea cuando me cago. El que me saca los pelos del pito con una pincita de depilar porque no aviso que ando con cagadera. Además, habrá algún otro que le dedicará una buena paja a Pitufina. Pero yo no puedo vender nada porque todavía nadie me avisó dónde está la calesita. ¿Y si eso pasa en un rato? ¿O mañana? No puedo estar sin el terrenito. Por eso aguanto. Porque soy el más duro. El que aguanta todas y nadie lo noquea. Nadie. El que les gana por cansancio. A Pitufina ya le está pasando y por eso viene cada vez menos. Un día no me va a venir a visitar más, y yo voy a levantar los brazos como cuando cayó Firmapaz.
Vos te reís, pero te juro que ahora tengo más aguante que a los 20. Así como me ves, yo nunca le pedí a nadie que me frote las bolas con alcohol para que afloje el dolor de huevos porque hace mil años que no la pongo. No señor. A mí no me importan ni los calambres en la cintura ni no poder agacharme en una semana. Me chupa un huevo que los brazos arrugados me queden percudidos de moretones. No señor: a mí dame un par de guantes. Y un trago de moscato. Y poneme enfrente al Chato Gómez. Al turro de Perezlindo. Al Ruso Longoni. A Locche también, si querés. Vas a ver como éste que ahora te habla sale caminando como si nada. Enterito. A lo sumo, puedo pedir que al final me tapen con una cobija porque, no te voy a mentir, siempre termino con un poco de frío. O unas pantuflas. Lo que jamás voy a dejar de reclamar es que no paren de gritar. Griten mi nombre. Bien fuerte. Bien fuerte, hijos de puta. Siempre que suba y baje del ring. Griten todos. Hasta que un día no pueda escucharlos porque me quedé sordo para siempre. O muerto. O es que me dormí, y otra vez estoy soñando con caballos de plástico…
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