Son estos momentos de emoción, tú sabes, los más difíciles de sostener, se repetía Tomás, mientras avanzaba con la palma extendida sobre la cabeza, rascándose nerviosamente la nuca.
Al final del pasillo estaba la gloria, en la puerta del fondo con vidrio blanco y rugoso y el letrero con el nombre del Dr. Fabres, y el descubrimiento, luego irse, tomar el nuevo rumbo de los centros internacionales para investigadores de su clase. La vida que le cambiaba en un segundo, luego de que la autoradiografía le revelara el futuro. Entonces, la sensación de que le quemaba entre los dedos, que parecía escurrirse para saltar debajo de la puerta del jefe, le quemaba como las monedas robadas para dulces cuando niño. Esa imagen de toda la vida, esa intuición que parece que ha venido en sueños, susurrándole al oído que la proteína tiene dos subunidades con una interacción poco común y casi indescifrable, pero he aquí Tomás y el papel que mostraba las bandas separadas. La radiografía le quemaba y tenía razón y podría irse. Al final del pasillo estaba la gloria y finalmente podría separarse de ésa otra subunidad que constituía el Dr. Fabres, con ése vínculo escondido con el que ellos mismos recreaban esta proteína que ahora ya no, que ahora ya libre y podría irse, dejar de ser un peón de laboratorio, y un futuro mejor y el papel autoradiográfico que ardía entre sus dedos.
Son estos momentos de emoción, tú sabes, los más difíciles. Cuando sobreviene el recuerdo de su llegada al laboratorio, y el Dr. Fabres y su cariño sin límites. Y cómo ahora separarse de quien fuera la mayor de las partes de esa proteína que pronto se había acoplado en una perfecta función, orquestada como un reloj. Y él, yéndose como sólo se van los trenes nocturnos, esos que no esperan por nadie y que no se atan. Pero cómo no hacer caso de esta evidencia mortal, que no admitía dudas, eran dos, ya no más uno solo. Pero tan triste todo, tan triste.
Los más difíciles, tú sabes. Y las imágenes con esa tormenta y el mareo que lo obliga a detenerse a unos pasos de la puerta con las náuseas como una trama densa que lo atrapa. Y la imagen de esa noche de trabajo largo y cansado, las cepas que analizar para ver dónde diablos está la proteína, y ahora no es una, son dos, ¿y para qué entonces?, y ese encuentro que lo llenó de confusión, "¿qué hace doctor?". "Yo también". "¿De verdad me amas?", "Te lo juro, Tomás". ¿Para qué mierda tanto dolor y besos, y asumir ese amor oculto y de delantal blanco que no puede saberse, si ahora de pronto tener que emprender el vuelo sólo?
No, doctor Fabres, no renuncio a usted.
Así que volverse al laboratorio y echar el descubrimiento al incinerador para que a la vista de todos esto siga siendo una sola proteína, con ese nexo invisible que ata las subunidades, y que atropella y se impone en estos momentos que, tú sabes, son los más difíciles de sostener.
Detrás de la ventana, en la vereda de en frente un travesti que vende libros le guiña un ojo y Tomás piensa: "Maricón de mierda", aunque sabe que para el travesti no significa nada.
Nada.
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