Era un día especial: la fiesta de la comunidad. Todos los habitantes del lugar, hombres y animales sin excepción, estaban invitados. Adornaron el quiosco y la plaza central profusamente, pusieron cien puestos de antojitos, juegos, regalos, bebidas, etc, y pasado el mediodía, aquello hervía de gente y animales, mezclados en franca convivencia. Un cisne conversaba animadamente con el tendero, sobre la dificultad de conocerse a sí mismo; Juan, el granjero, le comentaba a un par de conejos su facultad de no temerle a nada; una mujer lloraba a moco tendido, escuchando la triste historia de un rey que se moría de hambre, a pesar de tener el don de convertir en oro, todo lo que tocaba. A su manera estaban felices y disfrutaban de la fiesta con fruición.
Sin embargo, tras esta aparente calma y felicidad, acechaba el temor de que llegara el habitante indeseable de la comunidad. No se llevaba bien con nadie; le temían por sus malas costumbres y bajos instintos; personalmente nadie lo había invitado, pero como vecino, tenía el pleno derecho de asistir a la fiesta. Prácticamente estaban todos: hombres, animales, mujeres y niños, cuando el indeseable hizo su aparición. Por unos momentos todos guardaron silencio, cuando lo descubrieron paseándose suavemente entre los grupos que deambulaban de aquí para allá. Para aliviar la tensión que había provocado, la banda de música comenzó a tocar.
Desde la llegada intempestiva del invitado indeseable, a la niña del cabello dorado le pareció muy interesante y especial; deseó con todas sus ganas bailar con él, aunque fuera sólo una pieza, con el afán de conocerlo. Para tal fin, se acercó discretamente a él, ensayó su mejor sonrisa y procuró que el otro, se diera cuenta de su presencia. Después de unas cuantas vueltas, el invitado indeseable finalmente se percató de ella y se le acercó. La cercanía de la niña lo puso muy nervioso, pero la belleza de ella, bien valía la pena cualquier riesgo. La niña no le tenía miedo, así que fue la primera en tomar la iniciativa:
-¿Te gusta bailar?- dijo.
Con voz ronca, casi como un gruñido, el animal (porque era un animal) contestó:
-Sí.
-¿Quieres bailar?- preguntó ella.
Sin responder, él se acercó más y la tomó entre sus patas. Su olor lo trastornó. Ella olía a flores.
-¿Cómo te llamas?- preguntó de nuevo la niña.
Guardando silenció algunos instantes, casi sin querer, el animal rugió:
-Lobo; soy el lobo. ¿Y tú?...
Con una amplia y pícara sonrisa en el rostro, la niña respondió coqueta:
-Caperucita, a mí me llaman Caperucita…
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