MONDONGO
…Nos conocimos y nos casamos de grandecitos. A esa edad en la que uno cree estar más allá del bien y el mal, y tener la autoridad suficiente para instalarse en la vida como se nos antoja, sin tener que rendir cuentas a nadie por ese absurdo miedo al que dirán. Más cuando el lugar elegido es en una pequeña ciudad, o un pueblo grande como el de mi esposa en este caso, la cosa no parece fácil. Sin embargo y en aquellos tiempos, nos tomamos nuestras atribuciones y rompimos ciertos protocolos a la vista de todos sin importarnos nada de nada. Porque empezamos la cosa arrimándonos con nada de papeles. Con nada de iglesia, nada de anillos, nada de fiesta, nada de regalos y nada de luna de miel. Fue como se presentaba el asunto y listo el pollo. Mi esposa siempre dice que al final de todo nos casamos por etapas, y que tenemos tres fechas para decir cómo; la primera sería el día que estrenamos la casa con esa idea compartida, la segunda cuando pasamos por el registro civil y firmamos los documentos de rigor , y por último, más por cerrar este paquete con un formal pero vistoso moño que por convicción religiosa de los dos, el de la Iglesia. Bueno, en una iglesia sería un decir. En realidad lo único que conseguimos de improviso fue que en una pequeña capilla un señor Padre nos consagrara en ese santo matrimonio como por favor concedido. Este solemne acto sería en horas de un medio día, en un día hábil de la semana que ya no recuerdo. Digamos que allí nos reuniríamos en una escueta comitiva disponible, los indispensables. Nada de ese público ávido por auspiciar tan importante evento, apenas los involucrados. Por suerte lo reducida que era la nave hacía que no nos sintiéramos tan pocos. Cinco éramos. O sea, nosotros dos y cuñada y cuñado apadrinando. Y si dije cinco es porque ya incluí al cura que se demoraba bastante en estar a la altura de las circunstancias. Se demoraba en estar, directamente. No aparecía en escena…Por unos diez minutos interminables habrá sido. Hasta que se me terminó la paciencia, rompí la formalidad de quedarme paradito frente a ese altar que más se me estaba pareciendo a un cadalso por el sufrimiento, y salí a buscarlo como novio responsable de su propia boda que yo era en ese momento.” Ustedes quédense acá, no se muevan” avisé a los míos y enfilé para el fondo donde se veían algunas aberturas por investigar, a paso bien rápido pero sin despeinarme fui. Gracias a dios, después de un corto pasillo, en la primera puerta que abrí lo encontré. En la cocina estaba, y me vio asomar con esa cara que yo traía. Sobre su clásico atuendo tenía puesto un delantal cuadrillé, e inclinado hacia una olla grandísima revolvía con ahínco un opulento y efervescente guiso de mondongo. Sorprendido en tan doméstica tarea enseguida largó todo y bajando el fuego de la hornalla ensayó una diplómatica disculpa: “Perdónenme, es que estoy preparando la comida para el hogar de huérfanos que funciona acá, y lo de ustedes se me pasó de largo como si nada… Pero prepárense que me lavo las manos y enseguida los caso…”
Apareció sin el delantal, pero como en toda ceremonia nupcial ante buenos cristianos, estuvo a la altura del acontecimiento. Sus palabras fueron tan profundas y conmovedoras que sin darnos cuenta nos llegó hasta el alma pasando primero por el estómago, digo, por ese aliento de alto contenido proteico y apetitoso aroma que las acompañaba desde su boca al aire…
En honor a la verdad, fue una ceremonia como nunca imaginada. Casi inolvidable decimos ahora…
( Cualquier semejanza con alguna anécdota será por pura casualidad)
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