Ocurrió una tarde de primavera; cerca de las 14:00 horas en el Banco del Progreso, una institución en la que hace casi 10 años acreedores enardecidos hacían blandir las cacerolas reclamando por sus acreencias. Hoy es una coqueta institución de sonrisas pintadas, en donde nos hacen sentir casi como importantes.
Como un mandato cultural, siempre llegamos a horario; algo heredado de unos padres italianos respetuosos del país que les dio todo lo que le negó su tierra de origen y que arribados a estas pampas la aprendieron a amar y a respetar como pocos. Nos inculcaron que el compromiso asumido para una reunión es ineludible, que llegar tarde es una ofensa y que nunca hay que hacer esperar al invitado.
Ya pasó casi un año. Todavía cuando paso por la puerta se me vienen a la memoria todos los recuerdos, el jardín, las flores que alguna vez asomaban de alegría en la ventana y que ya no están. Extraño cuando de chicos nos molestábamos con los ladridos de “Juancito”, que nos reconocía ni bien doblábamos la esquina del almacén de Don Vicente. Vecino respetado en el barrio; fue aquel que cuando estuvo internado concurríamos en procesión a cuidar por su salud. Por esos tiempos se consideraba una ofensa no comprar en su negocio. La presencia de vecinos avergonzados portando bolsas que no eran del comercio descalificaba moralmente a sus portadores, siendo la condena social por parte de las vecinas fieles del barrio.
Cuanto tiempo pasó, pero aun recordamos con mi hermano aquellos momentos imborrables de nuestra infancia y adolescencia.
Fue él quien me propuso que pusiéramos en venta la casa. Recién en ese instante me di cuenta que la vieja ya no estaba mas. Se nos fue de repente, o tal vez no supimos medir el paso del tiempo, el mismo que se llevó mi juventud, que blanqueo mis sienes, pero que la presencia materna nos hacían sentir mas hijos que hombres.
Fue como invadir la intimidad familiar que extraños recorrieran los ambientes imaginando muebles, colores y espacios que otrora fueran celosamente defendidos, planeando posible futuros y en donde se podía predecir que los recuerdos contenidos entre las paredes se mudaban para siempre a las mentes de sus antiguos moradores.
Nos convencieron que fue una excelente transacción inmobiliaria, un buen precio dado el deterioro que sufría el inmueble. Estúpida medida de valor, desprovista de emociones, parece que no hay un precio para las alegrías, tristezas y los sueños.
En la institución bancaria el escribano Linares nos presentó a los compradores, cruzando saludos de compromiso asintiendo con la cabeza. A continuación se leyó la escritura seguida de las firmas de rigor. Fue en ese momento que se acercó el funcionario del banco muñido de los billetes que coronaban la operación. Nuestra intención era depositarlo al resguardo en el mismo banco, algo que el funcionario lo sabía y que se dispuso a llevarlo a la bóveda de la institución.
Fue en ese instante en que me paso toda mi vida, resumida en un modesto ladrillo de billetes. Llame al bancario y le pedí que me dejara tocar los fajos. Se detiene en forma brusca y me dice:
-¿Para qué quiere revisar los billetes si en un momento le traigo su comprobante?
.-Nos es por eso, le respondí, -es que quiero estar por última vez en la casa de mis viejos..
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