El cerezo era espeso. El cerezo era terco, sin miramientos. Estaba hecho de yeso, el quería ser de queso. Los demás cerezos, todos de yeso, eran huecos, sin sentimientos. Decían que los cerezos debían ser de yeso, que era designio del universo. El cerezo tenía un secreto, conocía al dueño del universo. Un señor hecho y derecho, alto como un helecho, duro como el cemento, y sabio como el tiempo. El dueño del universo, al saber la intención del cerezo, lo volvió de queso. No se abstuvo de hacerlo, aun sabiendo que el yeso no puede ser convertido en queso. Aquel cerezo de yeso que es convertido en queso queda tieso. Anclado al suelo, desprovisto de movimiento, el cerezo comenzó a hacer aquello por lo que son conocidos los cerezos. Lanzo esa fruta roja, exquisita, desde esa flor lila, que hace las delicias de la cena en familia. Los cerezos de yeso, enojados y molestos, quisieron ser como aquel cerezo. Concurrieron al dueño del universo para qué convirtiera su yeso en queso. Es así que hoy en día, si caminas por la vieja vía a la vuelta de la esquina, hasta llegar a la cima de la colina, ves los cerezos de queso y yeso envueltos en un manto de lila inmenso. |