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Sin necesidad de observar las páginas de su cuaderno, el viejo Azabec Dipreda, sentado en el rincón más remoto de un monasterio abandonado, rememoró aquella vez en que, al comienzo de su larga travesía, se topó por casualidad con cierta cabeza perdida que había escapado del cuerpo que la retenía.
Aquel día era uno como cualquier otro, excepto por el hecho de que la Luna empezaba a mostrar su lado oscuro, dejando a la tierra sumida en la más delirante oscuridad. El viejo, siendo recién un principio de lo que llegaría a ser décadas después, iba caminando intranquilo por rutas de tierra inexistentes en los mapas y las mentes, mientras sus pasos dejaban rastros imborrables tras su figura.
Los grillos acompañaban su soledad, y los búhos observaban con sus grandes ojos amarillentos la calidez espiritual que aquel hombre bohemio y sabio conseguía transmitir con su sola presencia.
Y así deambulaba él, sometido al camino que el destino le trazaría, e inquieto por los obstáculos que el mismo le podría imponer, cuando en su camino se topó con algo asombroso. Al principio, el viejo pensó que acababa de patear, por error, un gran piedra, pero dada su contextura y su particular peso, cayó en la cuenta de que acababa de toparse con algo de mayor envergadura, sobre todo cuando aquel objeto comenzó a vociferar cosas inentendibles. El anciano, que en aquel momento se sentía intrigado pero asustado, se agachó suavemente, y con un delicado empujón, aquel objeto ovalado giró sobre sí mismo, revelando su verdadera naturaleza bajo la penumbra luminosa de la luna.
El viejo Azabec cayó entonces hacia atrás, sometido a una fuerza tan potente como la que resultaba de la combinación entre el miedo y el asombro. Y es que su descubrimiento no fue para menos, puesto que ante sus ojos, una cabeza humana en perfectas condiciones se dejó descubrir entre la polvareda que el susto de nuestro sabio había generado. La misma lo miró, con sus grandes y profundos ojos avellanas y le dijo: “¿Qué demonios le pasa? ¿Acaso no mira por dónde camina?”
El anciano, aun anonadado ante tal irreal situación, se cuestionó, sin embargo, la pregunta que aquella cabeza le había formulado, y le respondió con la mayor sinceridad con que nunca antes había contestado: “La verdad es que no lo hago, me dejo llevar.”
El hombre, de cuya figura solo había quedado su cabeza, irguió un poco su cuello, como cautivado por las palabras que el individuo de pelo blanco le acababa de decir desde las alturas, y le preguntó: “¿Qué me quiere decir?”
El viejo lo miró fijamente a los ojos, intentando encontrar la explicación adecuada a la que se refería cuando articuló su sabia respuesta: “Quiero decir que no tengo un camino fijo en mi vida, sigo el rumbo que el destino marca en mi camino, de ahí nuestro encuentro, del cual dudo su posible carácter casual.”
La cabeza, sin apenas esforzarse, al fin consiguió posicionarse correctamente, apoyando su peso sobre su acortado cuello y dejando a entrever un desmelenado pelo negruzco que caía sobre el vacío de sus hombros inexistentes.
Con su mirada penetrante y sus pensamientos lúcidos, observó al anciano durante un largo rato, y, al fin, aceptando su asombro le dijo: “Es ese, el pensamiento que toda persona debería tener implantada en su mente ante la acción del vivir. Me siento realmente identificado con usted, señor. Yo también enfrenté la realidad a la que estaba ligado, y la dejé de lado para ser llevado por el destino al que estaba siendo llamado.”
El anciano se sentó a su lado: “¿Es por eso que posees cabeza pero no torso?”
La cabeza rió, con aquella efímera risa nostálgica de aquel que aprecia la persona que ha llegado a ser, y comenzó a contar: “Mi historia es abrumadora para mentes sencillas, pero, percibo por sus palabras, que la suya entenderá los hechos. Si bien en mi antigua vida no era un hombre infeliz, estaba sediento de nuevos retos y ambiciones que inundaron mi mente hasta hundirme en un mar de ideas. El salir a flote de tal situación dependía de la voluntad que mi cuerpo podía ofrecer, algo así como el comienzo de un camino ya marcado al que el destino me llamaba a través de gritos. Sin embargo, mi cuerpo no pudo soportar la angustiosa idea de enfrentarse a tales decisiones en la vida, y, exento de toda acción, decidió rechazar lo que realmente quería y permanecer en aquel rincón conocido de su vida, donde el control estaba bajo sus manos, pero la autorrealización significaba una mera utopía. A pesar de aquel fracaso espiritual, y las dificultades que sabía que podría encontrarme, un día como otro cualquiera, me despedí con un cordial pero cortante saludo del cuerpo que me retenía en sus garras represoras, y decidí escapar lejos de allí, persiguiendo mis ambiciones y dejando guiarme por el destino.”
El viejo Dipreda sintió entonces, una mezcla entre compasión y orgullo por aquel medio hombre, e incluso, quizá también una pizca de reconocimiento con el mismo, puesto que, si bien sus historias eran distintas, sus fines coincidían. Mientras tanto, la cabeza lo observaba, esperando una respuesta, hasta que observó en su rostro arrugado cierto ápice de intriga o duda: “Veo en su rostro cierta expresión de duda, ¿Es por la veracidad de mi historia?
El viejo volvió en sí y volvieron a cruzar sus miradas: “No dudo de la veracidad de la historia, si no que me planteo la historia en si, por su viaje y sus decisiones.”
La cabeza no comprendía: “¿Qué me quiere decir?”
Dipreda apartó de lado sus miedos y represiones, y, comenzando a convertirse en el hombre que llegaría a ser, le preguntó: “La decisión que tomaste fue muy difícil. Yo también me he enfrentado a cierta desventura similar y es por ello que me encuentro aquí, en medio de la nada, donde la vida me dice que continúe mi camino, pero la verdad es que... tengo miedo. ¿No lo tuviste tu al desprenderte de tu cuerpo?”
La cabeza volvió a admirar la sinceridad de aquel anciano: “¿Miedo? ¿Miedo a que?”
El anciano no lo pensó dos veces esta vez: “Miedo a lo desconocido, el mayor y más antiguo de los miedos de todo ser humano.”
El otro individuo, aposentado a sus pies, alzó las cejas y le contestó inmediatamente: “Creo que es la primera vez que voy a estar en la obligación de diferir en sus pensamientos. Yo no creo que exista tal miedo a “lo desconocido”. Sé, sin embargo, que hay algo de este que nos inquieta, y es eso mismo lo que nos atrae a inspeccionarlo, a ir en su búsqueda, a alejarse de los alrededores conocidos para adentrarse en aquellas zonas que no conocemos. La curiosidad mueve al ser humano, y lo desconocido no genera otra cosa que curiosidad, por tanto, el miedo no está allí presente, pero sí lo está, en la idea de abandonar nuestra zona de confort para internarse en los terrenos que se extiende más allá de lo que sabemos del mundo, y darse cuenta una vez allí inmersos, de que, habiendo traspasado el umbral de lo conocido, ya no puedas dar marcha atrás a lo que solías ser antes de alejarte de tu lugar. Así que, me opongo a la idea de que exista tal miedo a lo desconocido, pero si acuerdo en creer que existe miedo al no regreso, al abandonar tu lugar para buscar algo mejor, que falles, y te percates en el medio del viaje, de que no hay vuelta atrás, y que no hay ya regreso a tu antiguo yo, puesto que el solo hecho de partir, ya borra la posibilidad misma del arrepentimiento. Estas partidas, estos viajes… nos definen.”
El viejo Dipreda se quedó anonadado. Sin poder argumentar nada para poder seguir defendiendo su propia postura, apartó la vista de aquella misteriosa cabeza y observó, sin prestar mucha atención sin embargo, a las estrellas que titilaban en el cielo, tan numerosas como la cantidad de reflexiones que su cabeza estaba maquinando en aquellos instantes. Al mismo tiempo, la inigualable cabeza perdida, satisfecha por poder inculcar en otro sus ideas, simplemente sonrió, observando los ojos del anciano, que se perdían en la infinitud celestial que se abría sobre sus cabezas y, girando sobre sí misma, continuó el trayecto hacia su destino.
El anciano permaneció tantas horas como le fueron necesarias, hasta poder aceptar, plantar y cultivar, la idea que su efímero compañero de viaje le había introducido con palabras tan sabias como las que los antiguos libros de la humanidad poseían en sus hojas. Fue, pues, tras este lapso temporal, cuando el viejo quiso reemprender su marcha, más seguro y motivado, intentando seguir las huellas que la cabeza había dejado tras su avance… pero estas ya se habían borrado. |