Por un tiempo lo llamamos hogar...
El mar, el mar... aromas salobres, abundante en vida silvestre, visión infinita hasta la ilusión del horizonte.
Ciento treinta y cuatro kilómetros mar afuera y la soledad hacen que las tareas diarias sobre la plataforma sean importantes.
Una babel de portugués, indonesio, chino, thai, un poco de alemán, una pizca de español y varios sabores del inglés hacen de este espacio un guisado de las Naciones Unidas sin representantes y cuando todo eso falla nos quedan, el caleidoscopio del pidgin y en última instancia la presencia de los molinos de vientos del lenguaje por señas.
Para condimentar este estofado, de tiempo en tiempo, el padre Poseidón, como si quisiera saber que cosa hacen estos bípedos extraños sobre la pequeña plataforma perdida en el inmenso océano, levanta altas olas, le pide al primo Éolo que haga rugir fuertes vendavales y al hermano Zeus que envíe potentes ramalazos de lluvias y relámpagos para limpiar la atmósfera y ver mejor. Pavoroso y aterrador espectáculo, aquellos que no trabajamos sobre la cubierta corremos despavoridos a escondernos en las acogedoras entrañas de la plataforma.
Estas ocurrencias sólo eran amonestaciones llenas de testosterona de los dioses pero cuando la dulce Selene elegía erguirse por sobre el mar calmo, llena de luz y majestad, ocupando con su globo la tercera parte del cielo, corría la voz como reguero: ¡la Luna!, ¡la Luna!...
Y era un llamado de la diosa, todos a cubierta a venerar la sacra vista de la Casta Diva en todo su esplendor.
Muchas veces me pregunté, por qué hombres rudos, duros en un trabajo exigente y difícil se perdían en la hipnótica mística de una luna llena sobre el mar calmo como si fueran un grupo de poetas poseedores de un alma sensible...
Pero quizá... lo éramos y la teníamos. |