El vuelo del colibrí
Apenas del tamaño de un pulgar, libando néctar de la copiosa variedad de flores a su alcance, el colibrí bate furioso sus alas, a fin de permanecer estático ante su manjar de ambrosía. Sus diminutos ojos se fijan en una rama cercana. Se aproxima a ella, vuela una o dos veces a su alrededor, y se posa con la delicadeza de un diente de león disipado en la brisa.
El tiempo se detiene en ese mismo momento. El rumor de la cascada cercana deja de escucharse. Se puede ver el torrente de agua suspendido gota a gota en el aire, refrenando la trepidante caída. Las flores y hojas movidas por el viento, ahora se presentan onduladas, como bailarinas sujetas por algún mecanismo invisible que las mantiene elevadas y livianas. Cigarras interrumpidas en mitad del canto, hileras de hormigas que transportan enérgicamente semillas y pedacitos de frutos por un inapreciable sendero, partículas de luz estancadas en una ventana,…
En algún lugar, un reloj ve temblar el segundero en su interior. Este se tambalea silenciosamente hasta su posición anterior. En ese instante, la primera chispa de agua que se escapó de aquella nube solitaria, subió, perezosa, hacia el cielo. El colorido festival de mariposas aleteó sin conocer su destino, cien arañas destejieron su última hebra de la tela y una hoja seca danzó hacia la rama que la sostenía. La catarata recuperó el agua vertida y un pez se introdujo de cola en el río. La avecilla descansa con la vista puesta en el horizonte, donde el sol reaparece lentamente al atardecer. Mueve su cola de arco iris, atusa sus plumas azuladas y despliega las efímeras alas.
El reloj precipita sus agujas. El agua borbotea en la cascada, y una generosa lluvia baña la tierra. El viento mece espigas y briznas, mientras los árboles se sacuden, dejando caer ocres sobre el verde. Vuelven los trinos y las llamadas de las chicharras en las últimas horas de luz. Una araña coloca la primera hebra de su red.
El colibrí levanta el vuelo una vez más.
® (Reed. Abril 2010) |