La madre escupió sangre en la pila. Tenía el labio partido y un ojo cerrado por un golpe. Sus manos, apoyadas sobre el mármol frío y blanco de la pila, temblaban. Una especie de siseo retumbaba en su cabeza a la vez que el palpitar del corazón golpeaba como un martillo en sus sienes humedecidas por un sudor helado. Abrió el grifo y se enjuagó la boca. Ahora la sangre se mezclaba con el agua que se iba por el sumidero. Hacía calor, mucha calor. Pero ella tenía frío, mucho frío. ¿Qué iba a hacer? ¿Por qué todo le parecía tan insoportablemente inevitable? Tembló ante aquel ineludible destino que se cernía sobre ella como una negra nube. Y volvió a escupir sangre y ésta tiñó de rojo el agua que regurgitaba el grifo. Iba a escupir sangre otra vez cuando el duro y circular cañón de una escopeta se apoyó pausadamente en su espalda. No se movió. No se volvió. Y escuchó, porque era lo único que podía hacer, era inevitable: «Hija de puta, ¿acaso creías que podías dejarme? ¿Así, sin más? Antes te mato». La voz ronca del padre era más inhumana que la escopeta con la que éste amenazaba a la madre. Hubo un silencio. Un espeso y glacial silencio. La madre se preguntó si escucharía el disparo antes de morir. Así de absurdo es el pensamiento cuando se tiene la certeza de que ya no habrán más pensamientos. Repentinamente un grito de animal furibundo quebró el silencio. Aquel aullido de animal herido dio fuerzas a la madre para volverse y ver cómo la sangre brotaba del pie acuchillado del padre. La hija, la pequeña Inés, con las manos manchadas con negra sangre, tras clavar repetidas veces la hoja del cuchillo en el pie de su padre, se incorporó del suelo con un brinco felino, cogió la mano de su madre y tiró de ella con fuerza. La pequeña Inés gritó: «¡Vámonos!». Y escaparon, huyeron las dos, llorando, porque era inevitable llorar.