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DESDE LA BUTACA

Se sentó en la butaca como dejándose caer. Fue cuando comprendió que ese rito del final de tarde en el poblado de sus ancestros, no era sólo un placer especial destinado para los calentanos. Entonces comprendió que ante la derrota y la desesperanza una de las alternativas era la silla, el taburete, inclinado contra la pared o contra el pretil. Sí. Desde allí se veía pasar la vida casi que inofensivamente, era una manera de estar muerto.

Exhaló despacio, intentando no ser percibido. Recordó entonces la larga banca. De esas que utilizan los velorios de pueblo, en la que jugaban con su abuelo a detectar las vibraciones de las ventosidades del viejo a lo largo de la madera y, recordó también, los pedazos de plátano maduro con queso que compartían mientras moría el sol.

Hacía un mes había completado setenta años mientras viajaba en bus acompañado por el agobio de volver a comenzar y por la soledad promedia del grupo de viajeros y por el silencio que imponen la velocidad y las ventanas a los paisajes. Todo ello le pareció su mejor festejo y; el calentamiento del clima con las horas de viaje, la compensación de la vida al cabo de tantos desamores. No en vano pasan todos esos años y el corazón de los viejos está condenado a palpitar con el peso de la colección de sueños asesinados y el dolor que le dejaron los cumplidos.

Desde siempre desoyó, desde que perdió a su abuelo, sentarse en la butaca. Cuando paralizó el puerto por los malos servicios públicos y las altas tarifas; cuando adelantó las innúmeras campañas políticas por la región a contrapelo de los poderosos, cuando prefirió casarse por sobre los pronósticos de su madre y abandonó los estudios para hacer lo que más le gustaba, política. También cuando en los primeros tiempos de la dictadura se pronunció contra las buenas intenciones atribuidas a los espantables hechos, cuando aún no había abandonado el parqués y el diálogo con sus contertulios de los dados, para trasladarse a las carreras, para salvar su vida, a Barranquilla.

Ese día que me lo topé por última vez, su tristeza casi infinita no le dejaba levantar la mirada desde la línea de horizonte del cauce del río. Observó apacible, desde la butaca, una canoa con dos muchachos que empujaban contra la corriente y muchas zambullidas de los patos yuyos, y la barredera horadar las aguas en busca del preciado pez, del bocachico que en abundancia consumió durante la vida y de pronto, con la misma resolución del personaje de Hemingway cuando mar abierto debía volver con el fruto de su lucha, como quien recuerda algo, se paró, observó las arrugas y los agujeros del cuero de la silla, clavó su mirada lo más lejos que pudo como si dibujara en sus pupilas el ondulante movimiento del río y se dijo con la convicción de quien se sabe fiel consigo mismo: ¡que carajos, todavía puedo escoger cómo voy a morir!

Texto agregado el 18-08-2004, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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