HA VEINTE AÑOS DE LA VISITA DE UN ANGEL
Mientras regresaba de un corto período de descanso en el solitario pueblo de sus ancestros, surcado por ríos y ciénagas y, cuando hacia unos diez minutos el avión había decolado, se encontró pensando como siempre que allí iba en si regresaría un día. No era hombre agorero pero por alguna extraña razón, es el razonamiento que siempre se hacen quienes con el lugar tienen vínculos afectivos.
Esa tarde lo acompañó la nostalgia. Entre los bancos de nubes observaba cómo una vez más abandonaba, en dirección contraria a la de Bolívar en su agonía, el Valle del Magdalena rumbo de la populosa ciudad enclavada en la altiplanicie.
Dejaba tras de sí la visión profética de su abuela que al despedirlo le anunció, sin palabras, que sería la última vez que se miraban y que era la última vez que al embarcarse ella le diría “no llore no sea pendejo”.
Al llegar dormía. Una radiante luna llena se alzaba desde el oriente cuando lo despertó el aviso de abrochar los cinturones para aterrizar. Soñaba con Felipe y Giovanni, sus hijos de veintitrés y veinte años, quienes habían quedado de esperarlo en el aeropuerto. Ese tranquilo despertar, sería nuevamente atravesado por la nostalgia, cuando por la ventanilla del cómodo avión atisbó afuera, flotando en la dirección de la estrella que el siempre creyó suya, el rostro inolvidable del ángel que veinte años y un mes antes había conocido y al que sumaba diecinueve años y diez meses esperando.
Fugaz resultó la imagen, pero yo que hube de escucharle la historia soy testigo de lo que representó en sus sentimientos de hombre con suficientes canas y años, como que bordeaba los cincuenta, para ensimismarse de ese modo por amor.
Llegó esa noche a su casa y al toparse conmigo en el portal de la urbanización me dijo ven, no podré sobrevivir a esta noche, si no hago partícipe al mundo por conducto tuyo de esta vaina que llevo por tantos años y que hoy antes de bajar del avión, supe que o me va matar pronto o me va a hacer feliz por lo que me quede de vida.
Subimos hasta su estudio. Pacho llevó dos vasos y una botella de Ron, se sentó en una vieja mecedora de esas momposinas y abriendo el cajón de su escritorio extrajo un pequeño tronco con dos ramitas y me dijo:
‘nunca me preocupé en veinte años por saber de qué árbol es, pero siempre supe que no debía botarlo”. Me dijo, esto me lo regaló un ángel que conocí. En ese momento inquirí un ángel, estás loco?
Ahora sólo quiero remitirme al escenario narrado de los hechos y cumplir con el deseo premonitorio de Pacho, quien al día siguiente de contarme todo, murió y por quien los médicos sólo pudieron diagnosticar tristeza.
Aquella noche, en la que se le apareció el ángel, él, presuroso, despojado de la casi inmutabilidad que su apariencia irradiaba bajó las escaleras, cruzó el largo pasillo y salió. Iba sin saberlo tras una cita no pactada después de lo cual su vida y también la de ella, no sería la misma.
El afán por no quedarse en aquel lugar desierto, sin la opción de transporte fácil hacia su casa, lo empujó a dirigirse hacia un compañero que abría la puerta de su carro. Era el primer día y no había tenido ocasión de conocer ninguno de sus compañeros de aula. Perdón, le dijo al que después sabría se llamaba César, un hombre de mediana estatura de aspecto descomplicado, por casualidad se dirige usted hacia el norte? no hombre pero creo que la compañera, lo dijo señalando hacia el costado sur del parqueadero, va hacia allá.
Cuando Pacho viró, la compañera señalada por César estaba acomodándose en la silla del carro gris. Sin tiempo para pensarlo, apuró el paso y a medio trotar llegó a éste cuando Sofía ya arrancaba, Levantó la mano en señal de pare a lo que ella inicialmente respondió despidiéndose, pero medio metro después se percató y paró para escuchar lo que él quería preguntarle.
- Tu ruta es hacia el norte?
- Si claro voy hasta la Avenida San José, dijo ella, te sirve?
- Si. Sube.
Esa misma ruta habrían de frecuentarla por días, casi dos meses. Mucho hablaron en ese cuarto de hora que separaba un lugar de otro y a veces también le añadieron más tiempo. Eran libres y sencillamente procedían bajo el dictado del gusto y la compenetración que se iba dando entre ellos. No existía la precipitud característica del affaire.
Entonces, no sospechaban la senda por recorrer cuando una vez más hechos como éste, casuales, probaban ser el vehículo predilecto de las roturaciones de mayor calado en el corazón de los hombres.
Sofía, morena, con esa piel canela de la que tanta gala pueden hacer las latinas, había ajustado ya los veintisiete, sus ojos de soberbio café, bullían, exhalaban borbotones de amor y poseían según Pacho, la expresión que ningunos otros le hayan entregado en la vida y con tal intensidad que de pronto le pudo ser obsequiada jamás.
Pacho al borde de los veintinueve, esperaba dentro de unos meses el nacimiento de su segundo hijo y hasta entonces podía interpretarse como el paradigma de una fidelidad de convicción que gustaba contraponer en sus tertulias al simulacro de estabilidad matrimonial con el que la Iglesia chantajeó cada vez que se quiso dar salida legal a los desamores reales que bajo la máscara de la seguridad, subyacen escondidos.
El segundo sábado de abril de ese año, poco antes de que la atención colectiva se concentrara en el sopor viajero de los días santos, el grupo de estudio del cual hacían parte hubo de reunirse para definir el rumbo de un trabajo. En medio de esa y las reuniones que siguieron no sólo olvidaban de algún modo la complejidad de sus vidas, no solo se evadían del insoportable corte de luz causado por las luengas uñas de quienes a su cargo tuvieron el sistema energético nacional.
En esos dos meses también lograron pasar por sobre la definición social de las felizmente casadas en las que sus conocidas sin duda la inscribían y en la que tan a gusto ella misma se había sentido.
Transcurrió la mañana. Al fondo algunos jugaban voleibol, otros fútbol y los integrantes del grupo sentados a la sombra de un urapán continuaban con la lectura que al azar seleccionaron del cúmulo de fotocopias que acababan de sacar. Entretanto, el cruce de miradas cada vez más y más comprometidas condujeron a que sus ojos, como siempre sucede en estos casos, se rebelaran con toda su fuerza a la frialdad que pretendían imponerles y al miedo de la incertidumbre de lo que vendría y fueran tras la certeza de lo que les ocurría.
Tenía Sofi, que así la llamó Pacho, un pantalón negro y unas botas de tacón alto. Al sentarse o acomodarse procuraba hacerlo de modo que nada se le viera, simulando no preocuparle. Así lo interpretaba Pacho, quien en todo caso no desestimaba la mirada de Gavilán pollero que tanto la incomodaba y que Julio, al parecer, no podía evitar.
Almorzaron, hablaron un poco, se dieron tiempo y ya casi a las tres de la tarde, habiendo hecho la lectura de Carlos Mattos, un estudioso brasilero de los asuntos de la administración estatal, decidieron partir. Con lentitud los dos abordaron el carro gris de líneas entre rosadas y púrpura que en cada costado parecían parodiar una de las características más endilgadas al mandatario de entonces.
Ella estaba radiante su cabello caía con mansedumbre acariciándole la nuca, reposando en los hombros. Sus labios desprendían ese halo de frescura y tersura que invitan al beso. Ese beso suave, sublime, que mejor puede darse cuanto mayor resulta la pasión que lo inspira y que sin embargo, logra potenciar como nada, las revoluciones palpitantes del corazón y henchir el cuerpo con tanta adrenalina que uno se cree invencible.
Durante el recorrido, mientras ella se aplicaba al manejo y le lanzó cada vez, a cada giro del vehículo o de la conversación, un destello de su luz, tras de esos lentes que atenuaban la timidez que la acompañaba, pudo Pacho capturar la fuerza del torrente que desde lo más interno de ella se le anunciaba. Pacho hablaba de su hijo de lo mucho que lo quería y de una serie de eventos de su vida, hizo para ello algunas citas sueltas. La conversación era mezclada con generalidades de la vida y en una de esas citó a García Márquez y rieron un poco.
De pronto cuando el carro hubo atravesado la esquina en la que los quince minutos se completaban Pacho advirtió a Sofía, oye te estas pasando y adelante no tienes como seguir fácilmente hacia tu casa, pero en medio de su sonrisa dulce, infantil y picarona ella dijo hoy te voy a llevar hasta tu casa. No es necesario replicó él. No importa quiero llevarte es temprano y no tengo nada mejor que hacer. Tengo cita con mi marido en casa de mis suegros lo que me aburre.
Sofía amante de la música colocó un casete y para que se pudiera escuchar le pidió a su contertulio que cerrara el vidrio. Estaba nerviosa pero, propulsada por una extraña fuerza avanzaba y avanzaba cerrando el círculo que tanto pánico despertaba en Pacho, no ahora sino desde siempre. Por ello sus habilidades de huidizo calamar se encontraban bien desarrolladas.
Él, que en todo caso pretendía mostrarse ausente de afectación, hablaba de cómo resultó casándose por la Iglesia, más sin darse cuenta, había llegado a uno de esos momentos en que las personas se encuentran expectantes respecto de un hecho que con toda seguridad saben que va a ocurrir. Momentos como esos parecen eternos y los diez minutos que transcurrieron desde la Avenida San José hasta llegar a las cuadras cercanas de donde vivía Pacho, habían logrado colocarlos, a los dos, en ese estado de intimidación con el que siempre salían a la gramilla los futbolistas de la selección Colombia ante la presión del compromiso. En este caso, porque para ese par de jóvenes, con la vida tan aparentemente definida, ese era un señor paso.
Se las arreglaron para simular la tranquilidad que no poseían. Al acercarse Pacho le dijo quieres conocer a Felipe? Si, contestó Sofía. Bueno parquea aquí, deben estar con Paula en donde mi suegra. Bajaron del carro y golpearon en el número 37 de las pequeñas casas de las rejas negras y cuando Alexandra abrió, ella era la cuñada menor de Pacho, éste se apresuró a decirle te presento una compañera, dónde están Paula y Felipe?.
- Mucho gusto cómo le va?,
- Mucho gusto, bien gracias, se dijeron mutuamente, mientras Pacho llegó raudo a la parte de atrás de la casa y saludó a su suegra.
- Qué pasó, con quien viene?. No, una compañera que me trajo y continuó, dónde está la mona? En la casa. Bueno, chao y ya saliendo le dijo a Sofía, vamos están allí en la otra casa.
Setenta segundos después golpeó en la casa número 44 de las rojas no sin antes aclarar que se habían mudado tres semanas antes. Casi inmediatamente Paula se asomó y con cierta sorpresa dijo ya bajo, un momento.
Los próximos quince minutos, sería todo lo que Sofía estuvo ahí, según me contó Pacho, fueron muy tensos. Primero se sentaron los tres en la sala y Paula con algo de inseguridad les preguntó si les servia almuerzo. Pacho olvidando que habían almorzado con mucha seguridad consintió; pero inmediatamente Sofía agradeció y dijo lo que pasa es que ya almorzamos, si tu quieres comer, tranquilo. No pudo menos que retractarse y decir, cierto, no me acordaba; pero Paula sin dar tregua volvió a preguntar quieren jugo de Lulo?. No podía ser rechazado, era el puente para sentarse a cruzar las formalidades de rigor.
Rápidamente caminaron el resto de la casa. Felipe dormía tranquilamente en el segundo piso generando en la visitante dos comentarios. El primero tan lindo que está y el segundo aún dormido se parece al papá lo que más tarde daría pábulo al ‘será que te ha visto dormido?’. A renglón seguido, fueron al cuarto de las predilecciones de Pacho, allí estaban sus libros, sus recortes de prensa, sus revistas y también la mecedora en la que por siempre habría de pensar en ella desde ese día.
Tan pronto pudo, Sofía se fue, pero ya todo estaba en ellos, la pasión lanzó anclas a sus profundidades apoderándose irremediablemente de sus decisiones. Así cuando Pacho fue a acompañarla al carro gris de líneas entre rosadas y púrpura, los gobernaba la atracción. Si no hubiese sido por el miedo de adolescente que se asoma a su primera experiencia, miedo que no lo abandona a uno en el resto de sus días y que los hacía temblar, ese día habría sido distinto, no habría tenido Sofi que cumplir con el ritual establecido de su matrimonio.
Caminaron los cincuenta pasos que los separaban del carro, Sofía abrió la puerta y subió sin querer subirse. Pacho la despidió dos o tres veces sin querer despedirla. Atinaron tan sólo a estrecharse las manos sin intuir que la fuerza con que lo hicieron rompió sin estruendos pero efectivamente el celofán con el que la vida va atrapando a los hombres bajo múltiples condicionamientos sin que éstos, se den cuenta o lo que es peor, haciéndoles sentir que no pueden vivir sin él.
Lo que siguió se parece al fenómeno de la bola de nieve, al regresar subió al tercer piso y en su mecedora se preguntó por mucho tiempo, por varias horas de ese once de abril, qué me pasa; esto no es razonable y Felipe y el niño que espero?. Me conviene arriesgar mi relación con Paula; será que estoy interpretando mal todo esto?. Qué hago?. A su vez, la mirada de Sofi, su forma de ser me mata no me deja tranquilo lo que estoy sintiendo y lo que me parece que hoy sintió, es tan particular, que hago? Casi no pudo dormir. Desarrollaba el viejo debate acerca del amor y la infidelidad.
El lunes siguiente habrían de verse al morir la tarde. Allí ratificaría que la congestión que desde el sábado le envolvía tenía su razón de ser y que las señales emitidas tenían correspondencia. Al día siguiente, partiría Sofi de paseo con su esposo Gilberto hacia un apartado lugar del país y lo hizo confundida con el peso de lo que le ocurría y bajo el signo de la certeza de Pacho: sabía que lo iba a pensar harto.
Una semana después, al salir del aula, ella le contó que le había traído un regalo, no la piedra de la que hablaron, sino un pequeño pedazo de rama con dos ramificaciones. Antes de bajarse bajo el puente de la cincuenta y tres con treinta él le dijo, Sofi, de pronto también te obsequio algo, Entretanto, el carro de atrás pitó y sin desear dejarla hubo de seguir hacia donde su mamá.
El veintiuno Pacho entró corriendo tarde al salón y sin pensarlo, le entregó una pregunta, en doscientas ochenta palabras. Cuando lo leyó, Sofi no tenía porque pensarlo era algo que tenía en la punta de la lengua y le dijo, si, es un hecho.
En los días que siguieron todo giraba alrededor de verse, cada uno en su puesto de trabajo pensaba en esa hora y en compartir al menos un rato porque para ellos se hizo imposible negarse la necesidad de su cercanía, de sus besos y abrazos. El impulso y la fuerza de ello era superior a la de cualquier razón, era superior a la lógica que ese amor desafiaba. La necesidad de estar juntos aumentaba, no les bastaba los pedazos de noche y los martirizaba la idea de tener que compartirse, pero así era.
El veinticinco después de escapársele al resto del grupo, vivieron una tarde de sábado tan espontánea y tierna. Se observaron largamente desde cada lado de la mesa, luego, se sentaron en el césped que bordea aquel restaurante a disfrutar del fulgor que el sol les ofrendó, junto al puente peatonal. Las impresionantes frases planas, escuetas, que desde lo más profundo Sofía le dirigió indicaron sin ambages la doble vía del sentimiento, no era una sola y no se parecían en nada a la gratitud que le reservaban a sus cónyuges. Me contó Pacho que años después, le describieron ese mismo sentimiento hacia un marido como el de Sofi con el eufemismo de ternura.
La tarde no terminó en la unión corporal porque uno y otro tenían fijadas previas citas a las que de pronto pudieran haber faltado. Sin embargo, decidieron aplazar ese momento procurando a la vez, que ganara en intensidad. Si Pacho hubiera intuido sus próximos veinte años de vida, no habría limitado su iniciativa a marchar más lenta de lo que sus edades y cuerpos reclamaban, se habría sumado a la mayor fogosidad que Sofía desplegaba.
Esperarían sin programarlo hasta el doce de mayo, día en que sin darse cuenta a Pacho y a Sofi les habían ocurrido las cosas más importantes de sus existencias, cuando se unieron sin esquinces en un solo haz de pasión, calor, sudor y cansancio.
Pasados varios días, ella le explicó a Pacho que con todo, no podía quedarse en la tierra con él, por cuanto ella era un ángel y su misión no incluía lo ocurrido. Que lo quería con todas sus fuerzas pero que tenía que volver a su lugar de origen y le dijo también, con voz de angustia, “¿qué voy a hacer contigo?”. Más para no ahondar la frustración de aquellos ojos silenciados por la noticia le dijo: de donde vengo casos se dieron en los que se termina concediendo un segundo y definitivo viaje a quienes como yo, no deseamos ya cosa distinta de compartir con quienes amamos, ¿me esperas? Mientras tanto ‘yo seré infielmente tuya’.
Pacho supo que no debía decir nada distinto a que lo entendía y que aspiraba a convertirla en un poema que finalmente nunca pudo escribir. A renglón seguido ella abrió sus alas y se elevó más allá de las nubes describiendo corazones en su vuelo, lo veía con los mismos ojos que un once de julio le hiciera cuando Julio, su compañero mutuo no los observaba. Idéntica expresión dice Pacho fue la que vería desde la escotilla del avión casi veinte años después.
Con un cansancio terrible sobre sus espaldas Pacho llegó a su casa esa noche, se sentó en la mecedora tomó en sus manos la ramita y casi al borde de romper en llanto leyó unas notas no sabe escritas por quien que decían “Yo quisiera contar con usted (...) es tan lindo saber que usted “existe”, “uno se siente vivo...”. Después de eso suspiró mirando la luna y se dijo. Si no vienes entonces yo te iré a buscar.
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