Era un animal literario y se alimentaba de palabras; acechaba entre matorrales y en el momento propicio saltaba sobre la víctima, despedazándola. Era un palabrafago consumado, el mejor de su tipo. Las palabras pequeñas, en un principio lo saciaban, pero a medida que crecía, el hambre también lo hacía. Buscaba frases completas, con adverbios y adjetivos incluidos; se lanzaba a la carrera y en menos de un suspiro, daba alcance a la frase y la deshacía a dentelladas. El animal literario creció y pronto las frases, dejaron de ser las presas favoritas. Comenzó a observar los cuentos y cuando probó el primero, no pudo parar, ya no hacía distinción entre la longitud del cuento, ni el género al que pertenecía; más su presa favorita, fue siempre el cuento de fantasía. Una tarde, escuchó un sonido monumental, se acercó con cautela y ante él, se encontró con la novela. Era una bestia gigantesca, de más de mil páginas, la siguió durante días, esperando el momento adecuado para atacar. Obtuvo miles de palabras por semanas y algunas heridas. Cazaba, dormía y se restablecía de las magulladuras —era su rutina—. Un día, el animal literario se adentró por un sendero oscuro, siguiendo una cadencia musical que nunca antes había oído, eran palabras que rotaban y se transfiguraban, y el animal literario cayó cautivo por la poesía.
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