LA RUTA DE LOS SUEÑOS
AMIGOS CUENTEROS: He estado incursionando en el mundo del ciclismo de montaña; les dejo mis anécdotas de un viaje que realizamos en mi país Ecuador.
La ruta de los sueños… Nunca imaginé cubrir una distancia de casi 750 Km, pedaleando por 8 días continuos, nunca imaginé ser parte del sueño de un soñador que sueña despierto. Iniciamos la ruta en la ciudad de Cuenca, cuando empacamos nuestras bicis en cajas de cartón. Nos dirigimos al terminal terrestre y nos embarcamos en un cómodo bus, que paradójicamente, no nos hizo sentir el viaje, corto viaje, 17 horas a la ciudad fronteriza de Tulcán. Ya en nuestras bicis, a puro pedal, llegamos a la comercial ciudad de Ipiales, donde nuestros hermanos colombianos nos recibieron con los brazos abiertos; gente cálida y alegre, gente que sabe tratar al turista. Bajamos al bello santuario de Las Lajas, un templo construido sobre una enorme roca… Bello!! Después de haber dado nuestro apoyo a los campesinos en paro, regresamos a Tulcán en donde pernoctamos, dispuestos a dormir como lirones para hacer realidad el sueño. Empezó a esbozarse la realidad, dejando de ser un simple sueño, en la mañana del día domingo primero de septiembre, a pesar que nuestros odómetros ya marcaban casi 50 Km. de recorrido. El frío se hizo presente por la mañana, pero no estaba solo, se hacía acompañar de la lluvia, así nos alejábamos de la ciudad que nos permitió reparar nuestros cansados cuerpos; como dos amigos que se veían a los tiempos, el frío y la lluvia no se separaron por largos quilómetros, dialogaban y con su tertulia, pedal tras pedal, el sueño empezó a hacerse realidad. El más rico encebollado que había saboreado en mi casi mitad de siglo, nos sorprendió como mandado a hacer, justo a tiempo, potaje que tenía como acólito un gran jarro de agua caliente, la que nos devolvería ese calor corporal que la lluvia y el frío nos habían arrebatado. Ya cuesta abajo, el viento formando un trío infernal, se juntó con el frio y la lluvia, y cuales celosos custodios, no nos desampararon sino cuando el calor los obligaba a regresar a su reducto… Estábamos ingresando en el bello Valle del Chota, dormido cual perro panza arriba, estirado y tranquilo, verde en su piel y negro de corazón, corazón desde el cual se escucha el lamento de nuestra gente, gente con historia de hambre y opresión, pero alegre, alegre como nadie, sin renegar ”lo que Dios les dio”. Cambiamos de custodios para bien, el sol y la brisa nos espiaban de cerca, mientras el pedal se hacía divertido y revoltoso… ¡de pronto! el ambiente se inunda de un olor a vida, un olor a cosa bien hecha… ¡una fritada!!! Dicen es una de las más famosas de nuestro Ecuador, por su exquisito sabor; sin más preámbulo Ivancito ya estaba sentado en la vereda junto a su bici, con dos señores platos, (el uno era mío), saboreaba el manjar cerrado los ojos, como queriendo sentir con el alma, como un deseo guardado, añejo… Llenamos nuestros bóvedas, las que insistentes reclamaban alimento, las que nos recordaban el largo y tortuoso camino por recorrer, y retomamos el sueño, sueño al que nos habíamos comprometido en hacerle realidad a fuerza de coraje, a fuerza de pedal… (continuará)
SEGUNDA PARTE:
Después de dar gusto a nuestros sentidos y de deleitarnos con la hospitalidad de la gente y de su cocina, en el bello Valle del Chota, en el Juncal, tierra de verdaderas figuras de nuestro fútbol, nos dispusimos a subir a la ciudad capital, a la metrópoli, paso obligado para el trazado de nuestra ruta. Rectas cual culebras ondeantes, con sus lomos destellantes, posaban frente a nuestros ojos, como desafiantes; más, parecían alejarse con el aplastar y tirar del pedal… Le quedaban escasos los minutos al astro rey para pasar a otra latitud, y dar paso a la señora luna a que ocupe su lugar, con poesía y paisaje. Llegamos a la muy simpática y colorida ciudad de Otavalo, ciudad que se mueve al ritmo del turismo y de la calidez de su gente; ciudad en donde encontramos variadas culturas, sobre todo la europea y la Estadounidense, estas en calidad de visitantes, pero sobre todo la muy rica y mundialmente conocida cultura Otavaleña, con sus manufacturas en hilo y telas, que son un confort para la vista, llenando de coloridos tu retina y de alegría el corazón. Nuestro paso por esta muy bonita ciudad, fue rápido, nos detuvimos a recargar energías y estirar un rato las piernas, y continuamos nuestro asenso hasta la ciudad de Ibarra, la ciudad Blanca. Ya en la carretera, el tráfico vehicular aumentaba con cada Km recorrido, pero al fin llegamos a la hermosísima ciudad Blanca; en verdad una ciudad muy linda, irradia paz, con mucho orden, y sobre todo limpia; una linda ciudad para vivir. Aquí en la ciudad Blanca, descansamos nuestros agotados cuerpos, en un muy bueno y económico hotel. Muy temprano en la mañana, salimos rumbo a la ciudad capital, Quito; en la salida nos encontramos con un compañero ciclista europeo, (Inglaterra), este suigéneris pedalista, cargaba en su bicicleta nada más y nada menos que CIEN LIBRAS, (nosotros con veinte, ya estábamos que no podíamos). Después de un tremendo ascenso a la ciudad de Quito, pasando por Cayambe, la ciudad en donde se producen flores; la cosa se puso seria.
Caía la tarde y con ella los monstruos sonoros que sin empacho dejaban verdaderas nubes de oscuridad, succionando a su paso nuestros cansados cuerpos, nuestros fierros como imán. Andar en la cuneta era una alternativa, la única alternativa para sobrevivir ante tal arremetida, hasta que no pudimos continuar, simplemente era poner nuestras vidas en disposición de esos pesados armatostes que rugían a su paso y hacían temblar el pavimento. Quince quilómetros nos separaban de la gran ciudad, del ruido y de la contaminación, de la locura del vivir con el tiempo a cuestas, de los erguidos de cemento; quince quilómetros en los cuales no cabían nuestras pequeñas, frágiles e insignificantes estructuras, las que al aventurarse a rodar por ellos, se arriesgarían a correr la misma suerte de esas palomas que en nuestra hermosa Cuenca, purgan en la calzada una migaja de pan, cuya huella de su exigua existencia, cual mancha, cual cello, se va perdiendo en medio de la calle, formando parte del adoquín… Nuestra estadía en la gran ciudad, fue cosa de necesidad imperiosa, del instante posible, ni más ni menos; nos sentíamos ajenos… Salimos como llegamos, robámosle una noche de descanso, noche en la cual el agotamiento hizo de cómplice para lograr el desconectarnos del ruido y de la locura…
RUTA DE LOS SUEÑOS.- PARTE DOS:
En lo alto, camino a Baeza, la madre naturaleza nos daba la bienvenida a su puro estilo, la imagen despejada y sincera del Reventador se hacía a nuestros ojos, los que maravillados, se impregnaron en la pureza de esa blancura inmaculada, ojos a los que por un instante prolongado, se les olvidó parpadear, hipnotizados, despertándoles de su extasío, una lágrima de emoción. Continuamos nuestro recorrido; presente nuevamente el aire impetuoso con su danzar, y el frío con su característico egoísmo de no querer que seas sino suyo. Con un paisaje similar a nuestro majestuoso Cajas, nos desbocamos cuesta abajo, a velocidad, con ansias, con las ganas de dejar atrás al bramido del viento, al impávido frío; poco a poco nos adentrábamos en la selva, en esos espesos bosques, llenos de sonrisa, ¡habladores!, desbordantes de vida, celosos del personaje que ingrese sin ser parte, sin hacerse invitar. Nuestros cuerpos empezaban a sentir el humedal, empezaban a pedir, a exigir desnudar el dorso, liberar la carga… respirar; un humazo que ascendía hacia el cielo, en forma de mano nos invitaba a detenernos, apretamos las bridas, delantera y trasera a la vez, detuvieron nuestros humildes pero heroicos caballitos de acero y desmontamos a saborear una negra, caliente, humeante y espumosa bebida, bebida que para algunos es la bebida digna de los Dioses. En nuestra parada, nos encontramos con un suigéneris e inocente caballero, (no sé quién era más inocente, o él o nosotros) bastó vernos y preguntó con asombro – ¿a dónde van? - al Tena, le respondimos – ¡cómo van a ir en esas cosas!, ¡vamos Yo les llevo!! Explicamos al caballero de dónde veníamos y cual era nuestro cometido, poco sorprendido entendió a medias y terminó llevando nuestro equipaje, NO LO CONOCÍAMOS, NO NOS CONOCÍA… Ya sin obligación a la espalda, echamos cuesta abajo, era larga y tortuosa la avenida y al fin, el trajín del camino dio cuentas de nuestras sufridas rodaduras, una y otra vez, entendiendo al fin que es lo que pasaba, entre reparo y reparo, el día nos fue ingrato, era inevitable enfrentar la intriga de la noche, como inevitable era nuestro oscuro destino. Detuvímonos en Baeza, pequeña población, puerta del intrincado y hermoso oriente ecuatoriano. Aquí, terminando de reparar nuestras delgadas y cauchosas negras, saboreamos un manjar, las auténticas tortillas de maíz paru, ese maíz que no está ni tierno ni maduro, mismo que convertido en masa y rellena con abundante quesillo, se destina al tiesto de barro, que reposa en el fuego; pero este fuego no es un fuego cualquiera, es el fuego de la naturaleza, el fuego que no quema, el fuego que no destruye; emanaba de una cocina de leña, cocina hecha de barro, como en los tiempos antiguos sí; dos pedazos de leño en la boca, boca de barro cocido y negro, ardían las entrañas, con suavidad, con delicadeza, dando el calor necesario y suficiente, para dorar y no quemar, para coser y no secar… ¡Deliciosas! Una tras otra, a la cuenta de tres o quien sabe cuatro, acompañadas de un humeante café recién pasado, café, de esos que recuerdan a la madre, a la abuela, al padre que se fue… Recuerdos y pasajes hermosos de nuestras vidas, vinieron a la memoria, con cada mordisco, con cada bocado, momentos difíciles de repetir, momentos que los dejamos pasar así como así, y que hoy los echamos de menos, los valoramos, los extrañamos… momentos que nos recuerdan, que la vida se nos va, que hay que aprovecharla, ¡QUE EL SECRETO; EN VIVRLA ESTÁ!...
Nos detuvimos por alguna necesidad corporal y simplemente era hermoso, ¡soberbio!; saber que no estábamos solos; cientos de voces y ecos entremezclados, hacían un solo sonido, el sonido de la noche, el sonido de la montaña, el sonido de la vida… sonido que incitaba al corazón a latir con fuerza; dimos cuenta que estábamos vivos, dimos cuenta de la verdad de pertenencia, de que había algo escondido en nosotros que quería adentrarse, sumergirse y no regresar. La noche se mostraba en su “máxima ostentación”, hacía honor a su nombre, y haciendo gala de su egoísmo, lo envolvía todo en su manto, sin permitir ver más allá de nuestra humanidad; se hacía espinoso continuar en la aventura de nuestra peregrinación, pero, sin más, mandada del cielo llegó la luz, esa luz divina, salvadora, que aparece cuando parece que por fin llegó el final, era uno de esos pesados armatostes de cien pies, mismos que nos hicieron a un lado en nuestra ascensión a la capital, esta vez fue nuestro aliado, aliado forzado durante los minutos en los que nos movimos con rapidez, arriesgando sí, pero sabedores que, la alternativa era única, no había para escoger... No solamente dejamos deslizar nuestros artefactos, sino que aplastamos y tiramos del pedal con fuerza de locos, aprovechando los rayos de luz, rayos de luz que al llegar la torcida, desaparecían como arte de magia, encegueciendo el entorno al extremo. Después de ganar algunos quilómetros en nuestro peregrinar, ¡huyó el muy cobarde!, en la primera escalada encontrada el “acólito” armatoste, encontró la salida y cual gato perseguido por perros hambrientos, dando alaridos, haciendo alarde de su poder, se alejó; se internó en la noche y desapareció… Solos nos quedamos con su eco, eco que segundo a segundo se fue desvaneciendo en el lúgubre ambiente, en medio de las tinieblas, tinieblas que antes, ya eran casi amigas, y ahora se tornaban más duras y oscuras, como resentidas por la traición. Al fin; con satisfacción y orgullo, a lo lejos, abajo, admirábamos el resplandor de la ciudad; vuelta y media del tic tac, nos separaban de la media noche, por fin hacíamos nuestra entrada al Tena, las lamparillas de la desolada callejuela nos daban el encuentro; una tras otra, nos daban el alivio, nos adentraban en la ciudad, al ansiado descanso, al suave catre…
TERCERA ETAPA: Toda actividad amerita y aconseja un descanso, descanso obligado a los cientos de quilómetros de intenso pedal, este fue elegido por Ivancito, nuestro experimentado y cauto compañero. Sí… el descanso será el día de mañana, aquí en el Tena; hermosa ciudad en medio de la selva, hermosa ciudad que vive en un corazón que late herido… Después de pernoctar en la muy cómoda y limpia hostal de nuestro “confiado amigo”, quien, recordarán, amable y desinteresadamente se hizo cargo de llevar nuestro equipaje, allá en el descenso a Baeza; por “coincidencia” era dueño de una casa de reposo.
La noche fue reparadora; sábanas con olor a limpio, y colchones aptos para el descanso de un cuerpo cansado, aspiraron la extenuación de nuestros forzados músculos, sentir reconfortable que nos invitó a nuevas aventuras. Temprano por la mañana, después de un placentero desayuno, tomamos un taxi rumbo a Misahuallí (era el día de no pedalear), un minúsculo puerto en el río Napo, en el cual se encuentran varias pequeñas embarcaciones para uso de los turistas, quienes son guiados a comunidades indígenas en donde conocen su cultura, o llevados río abajo tras aventuras un poco más fuertes, como internarse en la selva y conocer varias especies de la zona, paseo recomendable para cualquier turista al que le guste sentir un poquito de adrenalina. Nosotros por nuestra parte, optamos por el paseo corto (una hora), a la comunidad Shuar (quichua), a conocer sus costumbres y su forma de vida, se avizoraba una aventura inolvidable. Efectivamente, tomamos la canoa en compañía de una turista extranjera, los cuatro al agua en la pequeña barcaza. El Río Napo, lucía imponente y señorial, manso en apariencia, rudo en verdad. Río abajo en la canoa, nos preparábamos para un paseo inmejorable; la sorpresa… Después de contados minutos, la barca hace un giro, disminuye la velocidad y se acerca a la orilla de enfrente; no sabíamos cómo era el asunto, e ingenuamente, creímos era normal; se orilló la canoa y preguntamos por qué; resulta que ahí estaba la comunidad indígena que íbamos a visitar; todavía creyendo en lo que habíamos escuchado y pensado, desembarcamos y subimos a la comunidad; cuatro casas de caña y tres o cuatro indígenas vestidos con sus atuendos tradicionales (les veías y te pedían un dólar como paga). Veinte dólares nos costó cruzar a la orilla opuesta; ese fue todo el paseo. Nos pareció que esto no es justo, que el turista, extranjero y nacional, era mal tratado, y que a los indígenas se les había convertido en unos completos vagos… no sé que piensen ustedes. El lugar como tal, es decir Misahuallí, es una hermosura, y debe ser increíble internarse en él y recorrer sus entrañas, hurgar y jugar con cada sorpresa que este sin duda debe presentar a cada paso; conocer a esos pueblos en aislamiento voluntario… (Hace pensar ¿cómo será el Yasuní? Mmm… Mejor ni tocar el tema).
Luego de una mañana de relax, regresamos a nuestro reducto, la Hostal de nuestro “confiado amigo”, en donde nos entregamos a brazos de Morfeo. A primeras horas de la mañana, retomamos nuestro viaje, tomando camino hacia el Puyo; la lluvia a estas alturas se convirtió en nuestra fiel compañera, pues, nuevamente se hizo presente, no sabíamos hasta donde nos iba a acompañar, pero de que sería un largo tramo, eso era seguro. Pasando por Arosemena Tola, un pequeño pueblo en donde se encuentra viviendo desde hace unos años, una querida y apreciada familia, entonces, esta población se constituía en la parada obligada para la visita de rigor. Salimos, y apenas en los primeros metros de rodada, la llanta baja; con el émbolo averiado; en horas en las que nada aún está abierto, y para colmo, Ivancito y Juan, mis compañeros de viaje, ya habían adelantado perdiéndoles de vista. Con la lluvia del oriente que empañaba mis lentes, usé como en los viejos tiempos, mi pulgar derecho, y como siempre, se detuvo un buen samaritano dándole alcance en contados minutos a mi salvador, Ivancito; poco renegoso y sonriente a la vez (je, je), brindó el aire que necesitaba para mi escuálida llanta, siempre él quien nos salva de apuros, arregla nuestras bicis, soluciona todo problema. Continuamos el camino en fila de dos, ya que la carretera así lo permitía, pues la ausencia de vehículos se prestaba para esto; conversábamos con mi compañero de viaje, mientras pedal tras pedal, la vegetación se movía junto a nosotros, aunque parecía ser la misma. En poco tiempo, llegamos a la población de Arosemena Tola, un pequeño pueblo en el que aún se pueden dejar los portones abiertos, y las pertenencias fuera; parece inverosímil pero es cierto. Aquí como les dije, vive una tía muy querida con algunos de sus hijos, la señora Lilia Arteaga Carrasco; entramos a visitarla, con mi compañero Juan, quien me había aguardado para el efecto, ya que también deseaba verla, pues resulta ser su pariente política (Cuenca es pequeño). Como siempre su hospitalidad desbordante, no sabía cómo complacernos; aceptamos una taza de café, sin poder ni siquiera sentarnos, pues el aguacero nos convirtió en humedales, ya que a más de mojados, nos revestía una fina capa de lodo. Después de tan agradable visita, de haber pasado por nuestras mentes recuerdos y vivencias de la niñez y juventud, de saborear tan exquisita taza de café, y de tomarnos las fotos de rigor, seguimos nuestro camino; ahora, tocaba darle alcance a Ivancito, quien ya nos llevaba casi una hora de ventaja. En el Tena, nos habían anticipado del Km. 35, quilómetro en donde empezaba una cuesta infernal; efectivamente… Ya antes de la cuesta, mi amigo Juan, se detuvo a hidratarse, y decidí pues, apretar pedal, y darle alcance a Ivancito, con quien la tertulia siempre es amena, haciéndose el viaje confortable y divertido. Empezamos la cuesta, el tipo de cuesta a la que Ivancito con cariño las llama “rompecorazones”, les denomina así por lo empinadas que son; tanto a Iván como a mi persona, nos gusta mucho las cuestas, claro, dirán ustedes, ¡pero a esas alturas del camino! Si; aunque parezca paradójico, a esas alturas del camino, las encontramos divertidas, las vemos como un reto, es como que por alguna extraña razón, nos identificáramos con ellas… Baja un cambio, dos vueltas de pedal, baja otro; dos vueltas más, cambia el plato, así hasta casi llegar a lo más suave de las marchas; aprieta y aprieta, momentos sentado, otros de pie; el clima es cómplice, y la lluvia nuestra compañera fiel, es aliada ahora, incita a imprimir fuerza; la satisfacción con cada metro ganado, con cada curva que te lleva a ver que viene más allá, si la derrotamos, o como suministrar la energía para no fracasar. Subí a todo pedal, y ya en lo último de la “rompe corazones” la famosa cuesta del k 35, Iván…; traté de hacer conversa, pero la inercia me pudo más, las ganas el entusiasmo, no sé qué… y no me pude detener, pedaleé y pedaleé, dejándole atrás a mis compañeros, así hasta que llegué al Puyo, no quise detenerme en el camino, caí en eso que Ivancito insistía tanto que no se debe hacer, y es lo que él dice, ¡no alocarse!; y tiene mucha razón en esto, pues estos piques te producen un fuerte desgaste, y no se deben hacer en estas rutas tan largas, al menos si quieres terminarlas. El trayecto fue muy lindo a pesar de la lluvia. Al entrar en el Puyo, me detuve junto a un señor que vendía chochos, le pedí amablemente (como todo un ciclista je, je) que me tomara una foto en la que saliera el letrero que indicaba en que ciudad estaba; había tránsito más o menos fluido y me paré en medio de la calle, pues solo se trataba de una foto y dejaba la vía libre otra vez; pasaban los segundos y el comedido caballero, apuntaba y apuntaba, miraba y miraba, y nada; los carros pitaban y debía retirarme para que sigan su camino; me acerqué al improvisado fotógrafo, preguntándole cual era su problema; le expliqué nuevamente el funcionamiento de la cámara, y posé nuevamente para la foto; pasaron los segundos, el hombre se movía, se acomodaba, miraba, pero no disparaba; nuevamente tuve que acercarme al individuo y explicarle qué es lo que debía hacer, que dicho sea de paso, solo tenía que aplastar el botón, ya que la cámara estaba preparada y lista para ello, pero el clic, no se escuchaba, y no se escuchaba, el hombre no podía; imaginé que era la primera vez que tenía una cámara de fotos en sus manos, no podía creer que una persona no pudiera con algo aparentemente tan sencillo… Una vez más le di las indicaciones del caso, con toda la paciencia del mundo, y le pedí no preocuparse, al final estaba de vacaciones. El clic salió, el hombre vio su obra y se maravilló… Así somos los seres humanos, tan similares, pero tan particulares, y a veces nos atrevemos a juzgar a una persona por a o b circunstancias; me puse a pensar, si Yo le acompañaba a su casa y él me pedía que realice una de las tareas que a diario hace, me podría pasar igual a mí… “No juzgues a un pez por no poder trepar un árbol”, dicen… Continué mi camino adentrándome en la ciudad, buscando una lavandería para secar mi atuendo (por suerte llevaba un pantalón corto de baño por debajo)…
Nos reunimos nuevamente los viajeros, disponiéndonos a almorzar. En las brazas encendidas, yacían unos animalitos pequeñitos, gusanos parecidos a un camarón, o al famoso cussho (no sé cómo se escribe) de las papas, los chontacuros, a los que vivos se les expone a las ardientes brazas, para convertirlos, en lo que para los entendidos, es un delicioso manjar… Siempre me pongo a pensar, ¿cómo sufrirán esos animales?… al igual que los cangrejos y otros muchos animalitos que son cocinados vivos, todo esto solo por satisfacer el voraz apetito del hombre y su suigéneris paladar…
Después de la dantesca escena, y luego de recargar energías suficientes, continuamos nuestro recorrido desde la ciudad del Puyo. Nuestras maltratadas asentaderas, resentidas de tanto trajín, se negaban a tomar asiento, por lo que personalmente continúe de pié un buen tramo, levantándome de rato en rato. El paisaje oriental era un deleite, los sonidos, las voces de los cientos de miles de animales silvestres, acompañaban en la ruta, con una auténtica sinfonía natural; cada sonido extraño para mis oídos, iba gravándose en mi ser, mi cerebro tomando nota de cada vos, de cada instrumento apercibido, grabándola en la frágil memoria.
A la mitad del camino entre El Puyo y la ciudad de Macas, nos esperaba otro viajero, viajero que después de subir desde Cuenca, se unía al grupo. Este viajero, rompiendo las reglas, montaba una bicicleta de ruta, la que tiene una notable ventaja si de rodar en asfalto se trata, con relación a nuestras montañeras.
Caía la tarde; cansados de tanto pedal, deseosos del descanso obligatorio, por fin nos encontramos con Fausto, pretexto inmejorable para la parada. Después de los abrazos y las respectivas fotos, descansamos nuestras agotadas humanidades en una pequeña casa de madera a orillas del carretero, justo a mitad del camino entre Puyo y Macas. Las bromas vienen y van y con ellas cae la noche. A pocos minutos de nuestra parada, nos informan hay una hostería; sin consenso absoluto, nos dirigimos hacia ella, pedaleando en la penumbra, llegamos a un estrecho y mojado puente de madera que pende de unos cables de acero; desmontando nuestros maquinas sin motor, paso a paso, cautelosa y delicadamente, avanzamos hacia la orilla opuesta; se vislumbra la construcción, se vislumbra el anhelado descanso; el hambre hace que se pasee por el ambiente la cena, olores exóticos llegan a nuestras mucosas olfativas, imaginando el potaje, pasan a nuestras papilas gustativas, haciendo activar nuestras glándulas salivales… mmm… que potaje!!.
Una vez en las instalaciones de la llamada hostería, fuimos recibidos por su propietario, quien sin más, nos explicaba y dibujaba los encantos que hacían de ella una verdadera maravilla. Según el particular caballero, necesitaríamos 15 días para conocer los encantos naturales que la adornan, joyas de la madre naturaleza nunca antes vistas… lo cierto es que no convenció a nadie su monólogo, y pedimos por favor se concrete en hacer preparar, o preparar la cena, ya que al juzgar por las instalaciones, no sabíamos si tenía cocineros, o él mismo sería quien cocina… je, je…
Pasó la noche como un rayo, no nos dio tiempo a soñar. Ya debíamos estar de pié para continuar nuestra jornada, la cual se veía venir más suave, pero se compensaba por el desgaste de los quilómetros recorridos.
Salimos de la “dicha hostería”, y nos dirigimos hacia la ciudad de Macas; Juan e Iván se adelantaron, mientras Fausto y Yo regresamos unos pocos metros para desayunar en un restaurant de por ahí cerca. Recuperamos energías y reanudamos la aventura; Fausto, un ciclista de fuste, un ciclista que le gusta andar en los primeros lugares, muy competitivo, empezó a pedalear en su rutera un poco fuerte, atrás le seguía a su ritmo, cuando de repente bajó la velocidad notablemente, que me vi “obligado” a pasarle… inició la persecución, se dio al fin, lo que Ivancito decía que no se debe hacer; empezamos a corretear, pero llegó la subida, subida en la que ha pesar de la desventaja de bicicletas, Fausto se quedó atrás, le dimos duro, Yo por evitar que me de alcance, Fausto, procurando igualarme; se acaba la cuesta y a nuestro frente, una interminable recta, plana, con ondulaciones típicas de las carreteras del oriente, como serpientes que se mueven, ondeando, avanzando y brillando, era el terreno ideal para que Fausto y su rutera me den alcance y me dejen el polvo, pero la divina providencia se hizo presente, era Iván y Juan, desayunando en una tienda a orillas de la carretera, había que parar para unirnos al grupo; me detuve y después de un minuto, hacía su arribo el de la rutera, risas y bromas y la concilia de seguir la aventura a todo pedal; no importaba el cansancio, el día de mañana, ¡nada!, solo el deleite de la competencia sana y desinteresada. Nunca le perdí de vista a la rutera, quien adelantó cual flecha; al final le vi detenerse a la entrada a Macas, en el puente sobre el río, dándole alcance en segundos, atrás llegaban Juan e Iván, quienes no habían pedaleado nada suave. Luego de las fotos de rigor; sin más, bajamos como dos sedientos a las aguas del imponente torrente, el agua estaba fría, refrescante, ¡digno premio al esfuerzo!, ¡digno premio a la constancia!...
Algunos quilómetros habíamos dejado atrás, y con ellos: anécdotas, risas, cansancio y sudor. De pronto en el silencio del pedal, la nostalgia se apoderaba de mi ser, nostalgia porque la aventura estaba muy próxima a terminar; ya era viernes, un día más y todo quedaría en la historia; era como que me acostumbre a esa libertad a esa sensación de no pertenecer a nadie sino a mí mismo, a esa sensación de volver a ser parte de la madre naturaleza, claro está, en la misma nostalgia se envolvían los hijos, la mujer, la familia, la casa de campo, refugio de un solitario que habla con plantas y animales, refugio de un solitario que sueña con los ojos abiertos, moviendo la tierra, enclavando el hierro en sus entrañas, descubriendo sus secretos, haciéndola más bella; viendo en ella a mis hijos, regalo de Dios, el más grande que nadie pudo haberle dado al hombre jamás, la razón de vivir, comprendiendo el incalculable dolor que el Creador debió haber sentido al entregar a su hijo al sacrificio, al entregar a su hijo a la muerte; ¿y para qué?, para que la humanidad no acabe de comprender que fue por ellos, que todo lo hizo por amor.
Sabía que se acababa el deleite del viento en la cara, de las gotas de lluvia enjugando el rostro, del placer de acompañar al astro rey a recostarse en el horizonte, del placer de disfrutar de la dulce compañía de la noble luna, del sonido de los árboles, del perfume de las flores, de la inocencia de esos niños que a la orilla de la carretera te miran pasar como si fueras algo grande, como que lo que haces fuera algo extraordinario; niños a quienes con tan solo un saludo, les llenas el rostro de alegría, los ojos de luz, el corazón de bondad. Sabía que se acababa ese placer, de en cada parada conocer nueva gente, hacer nuevos amigos; el placer de en cada parada encontrar algo nuevo, algo diferente, algo que te llena el espíritu, que te engrandece; al mismo tiempo se venía a la memoria, con celo infinito, con sentimiento de pertenencia, de reclamo, de autoridad, de ¡esto es mío!... la presencia de mis hijos, esos tres amores que me han dado tanto, esos tres amores a los que quiero con el alma, ¡qué digo con el alma!, ¡con algo más que el alma!, si existe ese algo más. Tres amores que están impregnados en cada célula de mi cuerpo, en mi sangre, en mi corazón, en cada respiro, en mis entrañas… Una nostalgia, que hacía recordar al mismo tiempo, que este sueño se termina, que debo despertar y volver a la realidad, a esa realidad del trabajo, de las obligaciones, de los problemas, de la rutina diaria, de la ciudad, de los coches y de los pitos; a esa realidad de la sociedad convulsionada y loca, enferma; a esa sociedad en donde manda el rey dinero, y solo importa el qué dirán… sociedad en la que prevalece el yo, en la que el político hace y deshace según las conveniencias, estudiando cómo sacar provecho, cuál será la jugada para ganar y no perder, (para ganar en lo económico y no perder en lo político), cuidando los votos, haciendo las componendas, componendas con otrora enemigos de muerte… Volver a la realidad de esa sociedad consumista, desigual y cruel…
La estadía en la ciudad de Macas fue pasajera, retomando el camino luego de almorzar y descansar un momento. Ese día jugaba la selección y nos tenía inquietos el partido, por lo que debimos apresurarnos y buscar lugar en donde ver el evento en la ciudad de Sucua, que era la próxima parada. Llegamos puntuales para ver ganar a la selección y pudimos observar solo el medio tiempo, ya que iban se adelantó, pues no es muy aficionado a deporte rey. Una vez que se acabó el partido, nos reunimos con Ivancito en la ciudad de Mendez, en donde empezaba una dura subida hacia Logroño, campamento de la hidroeléctrica, en donde íbamos a pernoctar, campamento en donde fuimos generosamente invitados por un compañero de pedal, un amigo muy decente y generoso. La noche como todas las otras, pasó muy rápido, nos dispusimos a desayunar, preparar el viaje lo más livianos posible, ya que tocaba una cuesta muy larga desde Guarumales hasta el Pan. Iniciamos el ascenso ya muy cansados después de siete día de continuo pedaleo, algunas partes de nuestro cuerpo renunciaban a continuar la hazaña, pero debíamos cumplir el sueño.
De los cuatro viajeros, quedamos tres, el de la rutera, apretó pedal como queriendo llegar pronto a casa, nosotros nos mantuvimos al ritmo de Iván, y solo queríamos cumplir nuestro propósito. Pedal tras pedal la cuesta iba quedando atrás, pero se hacía interminable, pasábamos una curva, una cuesta empinada, y pensábamos, anhelábamos, que sería la última, que por fin vendría la bajada. Paramos en el camino varias veces, unas con el propósito de obtener unas bellas fotos del hermoso paisaje serrano, con la presa Daniel Palacios como fondo, otras, para restablecer energías e hidratarnos, y así fuimos avanzando. En una de esas paradas para comer, había comprado un atún para hacer unos sanduches para mis compañeros, quienes venían un poquito más atrás; apenas llegaron les invité a saborear el manjar, dejando la lata de atún junto a mí, pero la habilidad de un perro del lugar, en un instante, cual ladrón fino, se llevó la lata, y para el si fue un verdadero manjar. Por fin llegamos al cantón El Pan; casi no creíamos, pues empezaba el descenso, descenso que nos llevaría prácticamente hasta el bello Paute, en donde ya nos sentíamos en casa. Llegamos a la Higuera, lugar junto a la carretera, en donde venden de todo un poco, y en especial pollos a la brasa, chancho, y las ricas tortillas de maíz y de choclo; estas últimas llamaron la atención de mis compañeros, quienes no dudaron en hacer la parada de rigor, pero Yo, levantando la mano me despedí, parándome en los pedales, sin descansar, hasta llegar a la bella Cuenca, específicamente al distribuidor de tráfico de Guangarcucho, lugar en donde me daban encuentro mi esposa y mis hijos, después de casi diez días de ausencia; saqué fuerzas de donde no tenía para llegar a la cita, ya que el tiempo calculado de arribo se hacía cada vez más corto, por fin, pasé el punto denominado descanso, y se podía decir que estaba en el lugar de encuentro. Hice mi ingreso hacia la vía a Jadan en donde debían esperarme, y como cronometrados, llegaban los míos, en el viejo jeep de la familia… Los abrazos y los besos se hacían interminables; el uno pregunta, el otro contesta por mí, el amor se desparramaba por todos lados… ¡La familia! la magia de dar amor sin preguntar, sin esperar nada a cambio, sin bacilar, con esa fuerza y esa sutileza a la vez, que nos hace transportarnos a otra dimensión, que nos hace vivir, que nos hace ser… FIN…
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