Los años no pasan en vano y siempre habrá alguien que nos lo hace saber. Señoras que le ofrecen a uno el asiento en el microbús cual si estuviesen en presencia del mismísimo Matusalén, conversaciones que versan más sobre remedios que de la cotidianidad circunstante, canas que invaden la testa y objetos que se hacen borrosos en la distancia y letras que bailan en la página que se lee. No es tanto que uno comience a verse más viejo, sino la sensación certera de que los jóvenes lo son demasiado comparados con uno.
Claro, existen las cremas que disimulan la sequía y resquebrajaduras de la piel, también las tinturas que pueden ocultar el tinte blancuzco de esa cabellera de ermitaño de las nieves, están los gimnasios y la literatura de autoayuda para evitar deprimirse ante el paso poco gentil de los años. Pero nada de eso sirve si el niño que fuimos comienza a diluirse entre quejidos, reumatismo y palpitaciones aceleradas.
Si ese muchacho, aún perdura dentro de cada uno, a pesar de todo, la vejez podríamos considerarla como un accesorio, como una enfermedad molestosa, que no nos invalida del todo, que si queremos podemos correr y reír, tomando, por supuesto todos los resguardos habidos y por haber.
Pero, no muestren a los viejos más viejos de lo que son, sonrientes y obsecuentes en esa decadente publicidad de las farmacias y de las administradoras y aseguradoras. Cuando leo eso, siento que se trata con un cariño fingido a los que ya doblaron la esquina de los años y sólo desean que los dejen vivir a su manera, sin paternalismos malsanos y hasta discriminatorios.
Llevar a viejo no es un tema de arrugas más y arrugas menos. La vida, a menudo, es una baldosa absurda que debemos franquear y si somos capaces de hacerlo sin ayuda innecesaria, hasta la felicidad puede dejar de ser una quimera…
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