Hacía caminatas para deteriorar el aburrimiento. Caminaba por el impulso de caminar con la mente ida y toreando los carros por instinto. En su interior construía un circo de varias pistas y en cada una transcurría la vivencia de un sueño. Los actos se ejecutaban al unísono con luces intermitentes y un sol artificial.
En el departamento los muebles y adornos estaban donde debían estar. Dos veces al día la franela los sacudía. Tallar, tallar hasta que el brillo musitaba a la señora: “hasta aquí”. El reloj parecía soldado, el espejo simulaba un tercer ojo, y las lámparas en las esquinas figuraban torres. En la noche, para ir a mear, se levantaba en silencio y antes de salir del dormitorio, revisaba uno a uno los botones del pijama. Caminaba con tiento y aseguraba la puerta del baño. Cuando el chorro grueso y enérgico caía, el agua hacía un ruido mayúsculo. Disfrutaba al presionar la palanca del retrete, y el wc tragaba haciendo remolinos ruidosos y concluía con hipos violentos, entonces, sonreía.
Iba a sitios transitados y se perdía en el gentío. Se tomaba del cinturón, y una película de brillo se detenía en sus ojos al mirar el tam-tam que hacen dos glúteos protuberantes y femeninos. Aquella noche la vio. Con discreción se adelantó para mirarla de reojo. Se atragantó con sus ojos pícaros que parecían invitarlo. Es el instante crucial en el que se desea abordar a una mujer y no sabes cómo. Un minuto después será tarde.
-¿Le digo un piropo? ¿La saludo? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Si le pregunto y me contesta? ¿Si deja que la acompañe y con suerte acepta? ¿Después, con qué dinero podría invitarle un café? Y… ¿Si "mi chicle pegaba" de dónde sacaría para el hotel? ¡Eso sería tener buena suerte! O bien te manda a la chingada, o sale con que le has caído bien y te va a cobrar barato.
¡Terrible! Él prefiere el silencio que ser objeto de un desprecio. Apretó los puños, movió la cabeza y golpeó la palma de su mano izquierda, al mismo tiempo que gritaba para sí: eres un pendejo
Harto de calle llegó al departamento y metió la llave con delicadeza para no despertar a la familia, entró a oscuras y rogando no tropezarse.
En la penumbra de la recámara se ponía la pijama. Se acostaba en línea recta para no arrugar las sábanas de lino. En el silencio total como si fuese una luciérnaga, se abría paso una inesperada erección, a la cual cumplía con suspiros profundos. Esa satisfacción le daba fuerzas para sostenerse en los días por venir.
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