Preludio – De muertos y delirios
“El tiempo vuela”. Cuantas veces escuché esa frase, repetida hasta el hastío en innumerable cantidad de voces y personas. Cuando menos te das cuenta vives en otra época, no eres nada más que un anacronismo, un elemento fuera de la ecuación. Había llegado el momento de poner a prueba aquella teoría, pensé. Sin embargo, la pistola que besaba mi frente y los proyectiles que murmuraban en sus entrañas pensaba tenían una hipótesis distinta: el tiempo se había detenido en aquella habitación. La abundancia de sangre que manaba del agujero por el cual se había colado el proyectil en la cabeza del desgraciado que yacía inerte a mi lado y sus sesos decorando la pared de concreto rústico le daban a aquella escena un aire surrealista. La tierra se bebía sin remordimientos aquel líquido rojo y espeso con la misma desesperación que un hombre sediento al encontrar un oasis en el desierto. Yo permanecía de rodillas, atado de manos. Frente a mí, un hombre encapuchado y de baja estatura sujetaba en su mano derecha la misma pistola que minutos antes había segado la vida de mi compañero. Pude ver por un instante el destello en sus ojos. Habían pasado sentencia hacía mucho tiempo, específicamente desde el 14 de Mayo de 2005 En ellos no había espacio para la duda, un rincón para la piedad. En el negocio del sicariato esos términos no existen. Ambos lo sabíamos bien.
-Pensé haberte dicho que dejaras de hacer esos reportajes acerca de nosotros –masculló aquella terrible sombra, mientras su dedo jugueteaba con el gatillo del arma, seducido como mujer lujuriosa mientras las pasiones recorren su carne.
-Es mi trabajo –atisbé a decir, preguntándome a mí mismo si esas serían las últimas palabras que saldrían de mi boca.
-También éste es el mío –contestó secamente. –No es nada personal.
A pesar de la brutalidad de las circunstancias, todo era cierto. Yo hacía mi trabajo, y él, el suyo. Y aunque odiara reconocerlo, los dos eran igual de sucios. Los periodistas también éramos sicarios. Él con sus armas, nosotros con nuestras plumas y micrófonos. Sangre y tinta tenían el mismo precio en aquel mercado maldito de poderes e influencias. No había ninguna vendetta particular, era solamente una transacción más, del secreto a voces que permeaba las esferas de influencia del país. Palabras y balas, ambas caras de una misma moneda; y aquel vetusto cuartucho, ubicado en una casa abandonada en uno de los sectores más conflictivos de San Pedro Sula, la colonia La Unión, era un testigo mudo e indolente de una adición más a su colección de víctimas. El muro de concreto sin pulir que estaba a mis espaldas también hablaba el mismo idioma, y las cicatrices, que en él habían labrado anécdotas similares a la de esa fría y lluviosa mañana me daban la sensación que pronto me convertiría en una cifra más en las estadísticas; otro nombre que nadie recordaría en un par de semanas; otra voz que se apaga entre la maraña de concreto y cables de aquella urbe despiadada.
Con una mezcla de resignación y desafío alcé la mirada y la clavé en la suya. Los ojos negros detrás del pasamontañas carecían de alguna expresión. Estaban vacíos, como si un vórtice infinito se hubiera tragado cualquier dejo de humanidad en ellos. Indudablemente, pensé, la muerte pierde relevancia cuando ya estás muerto por dentro.
Eché otro vistazo al cuarto en el que me encontraba. Estaba localizado al fondo de una casa que por los vestigios, había sido abandonada hacía mucho por sus antiguos ocupantes. En el piso de tierra, además de sesos y sangre, había trozos de papel periódico amarillento, probablemente usados por ratones para hacer sus nidos; en un rincón había maleza, muy crecida y que a juzgar por el fétido olor que desprendía, servía como letrina para los vagabundos que hacían de aquel lugar su refugio; las gotas de lluvia se colaban por las numerosas goteras que tachonaban las herrumbrosas láminas del techo, y la luz del día rasgaba la penumbra a través de una maltrecha ventana de madera podrida; con barrotes oxidados en el exterior, me recordaba que en este lugar, todos eran reclusos en sus propias casas.
-¿Alguna confesión? ¿Alguna última petición? –pregunto lacónicamente la voz enmascarada. Era obvio que para él aquello era un juego macabro en el cual se sentía como un dios, con la potestad de decidir quién vive y quién muere en sus dominios. Esa sensación de determinar el destino de cualquiera que se le pusiera enfrente le fascinaba.
-Sí, un cigarro –contesté con voz apagada. Tenía la garganta seca y estaba sudando profusamente. Las gotas se confundían con la lluvia que azotaba las afueras del recinto mientras mi respiración se agitaba conforme pasaban los segundos, los cuales se hacían eternos a través de aquel cañón oscuro frente a mí. Un reloj en mi cabeza comenzaba a repicar; tic, toc, tic, toc, tic, toc… aquel sonido infernal me volvía loco. Pude ver como aquel extraño verdugo hurgaba en la bolsa de su pantalón de mezclilla hasta encontrar una cajetilla de cigarros y sacar dos.
-Uno para vos, y uno para mí – dijo con voz inexpresiva – es lo menos que mereces antes de irte de este mundo. Casi destapás la olla, me dijo con sincera ingenuidad.
Acto seguido produjo del mismo bolsillo un encendedor de plástico, colocó el cigarrillo en su boca y lo encendió, usando la lumbre del mismo para encender también el otro, el cual colocó en mi boca.
-Ustedes los periodistas son bien insistentes, no saben cuándo ni cómo detenerse –me dijo con sorna, mientras sostenía el cigarrillo en su mano izquierda y dejaba escapar una bocanada de humo por la nariz.
-Por eso somos periodistas –le dije, intentando disfrazar con desafío mi voz quebrada. –Si no denunciamos las injusticias, nadie lo hará.
-¿Y de qué te sirvió denunciar? ¿De qué le sirvió a tu amigo? ¡Preguntále a ver! –me espetó con dureza. Inhalé profundamente mi cigarrillo. Al tiempo que el humo salía por mis fosas nasales me hice las mismas interrogantes. Yo ya no fumaba, y sin embargo en aquel momento, eso no importaba más, al igual que muchas otras cosas. Miré entonces a mi derecha. El agujero en el cráneo de Ricardo contenía todas las respuestas a esas preguntas, todas las palabras que no salían de mi garganta, todas las excusas que había escuchado. El silencio sepulcral que me apuñalaba el alma contrastaba con el tenue sonido que hacía la sangre que brotaba del mismo, mezclada con materia encefálica. Con el rostro en el suelo, Ricardo me miraba. En sus ojos vidriosos e inexpresivos no había nada. Eran como un espejo en el cual me reflejaba, roto y lastimero. Un reflejo de la piltrafa en la que me había convertido. Un dedo más, tétrico y morboso, que me señalaba. De pronto, un estruendo sordo puso fin a mis cavilaciones. Y luego… vino el silencio.
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